Tras dos horas corriendo nos detenemos de golpe. Jadeos. Caras de sorpresa. Las botas se hunden en el barro. Siento el calor de los cuerpos de mis compañeros, alrededor, tan acojonados como yo. No sabemos el motivo, parados en medio de la nada. Nadie se atreve a preguntar por miedo a hacer ruido. La noche es tan negra que no nos vemos ni las manos. Dos estrellas. Tres a lo sumo. Nubes. No hay Luna. Viento helado. Lluvia. Ruido de perros ladrando en la distancia.
Estamos en 1915, plena Primera Guerra Mundial, aunque en este momento no lo sabemos. ¿Quién iba a imaginarse que un rifirrafe veraniego entre serbios y austrohúngaros iba a derivar en la mayor carnicería humana de la historia? Millones de pobres jóvenes muertos a manos de otros jóvenes mientras cuentan batallitas viejos comandantes. Senderos de Gloria. Nos mandan al matadero sin compasión. Hay días que mueren decenas de miles de chavales. Cien años después seguirán encontrando nuestros huesos los campistas de la zona. Alemanes, ingleses, franceses y rusos se llevan la peor parte. Y nadie se inmuta. ¿Nos daremos cuenta con el paso del tiempo? No, el ser humano olvida rápido. Gracias Archiduque, gracias Kaiser, gracias Rey, gracias Primeros Ministros, gracias Generales.
Esta mañana no aguanté más y convencí a tres soldados para escapar de nuestra trinchera. No, no somos héroes. Seremos cobardes y conservaremos la vida. Sabemos que hacerlo hacia nuestra retaguardia es muerte segura a manos de los superiores. He visto con estos ojos cómo mataban a un crío imberbe mientras corría llorando. Ejemplo para el resto. Decidimos huir hacia adelante. Por las noches la batalla se relaja. No hay prácticamente movimiento. Llevamos años estancados en el frente. No se avanza un metro. Estamos tan cerca que olemos el tabaco de los enemigos, casi más amigos que nuestros propios amigos. Es el momento. Saltamos. Corremos. Nuestros compañeros nos miran sorprendidos pero no dan la voz de alarma. Lo hemos conseguido. Atravesamos el bosque cercano y descansamos a tomar aliento. De repente nos ciega un fogonazo, nuestra antigua trinchera ha saltado por los aires. Más tarde sabremos que un compañero la voló harto de la situación. Vivir con más miedo a tus jefes que a los obuses contrarios no puede ser sano. Duele ver el dantesco panorama. Vomitamos. Lloramos. Pero estamos vivos. Llegamos por detrás a las líneas contrarias, avanzamos hacia su zona de acampada con los brazos en alto. Nos reciben con vítores los soldados rasos. Los sargentos con esposas. Como nosotros con los que hacen lo mismo en sentido inverso. La cárcel es mejor que la trinchera. La escabechina continúa unos meses.
Por fin se firma una paz que se supone eterna, pero tan débil que treinta años después se reproduce el conflicto. Igual o peor. Nuestros hijos combatirán en la Segunda Guerra Mundial y también huirán de su trinchera. Y gracias a ello conseguirán tener nietos como el que escribe ahora mismo esta historia.
Que se repite. Siempre.
UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
www.nachotomas.com
Artículo publicado en La Verdad de Murcia el 15 de Febrero de 2017