Son las 13:27 del domingo 2 de Noviembre cuando atravieso la meta, situada en Central Park, del Maratón de New York City 2014.
Ha amanecido con ráfagas de viento de hasta 64km/h y temperaturas cercanas a cero grados, un clima que provoca encontrarnos con la carrera más lenta desde 1994, obliga a reducir algunas señalizaciones y hace cancelar un tramo a los participantes en silla de ruedas.
Pero lo peor está por llegar: una vez terminada la prueba tengo que subir hasta la calle 82, por la que debemos salir del parque, envuelto en una manta térmica, rodeado por cientos de corredores de los que sólo conozco el dorsal, en procesión a ninguna parte entre penumbras, con calambres en las piernas y temblores en aumento que por un momento me hacen temer una hipotermia. Es el día que más frío tengo de mi vida. Nunca lo había pasado tan mal, ni con nieve por las rodillas en plena sierra.
No encuentro a mi mujer, los teléfonos no funcionan, los altísimos edificios tapan el poco sol que parece haber, no hay cafeterías ni bocas de metro, las calles están cortadas y tengo que andar 40 minutos para localizar un taxi. Llego al hotel dos horas después de cruzar la línea de llegada, exhausto, congelado, con un nudo en la garganta y más sólo que la una, pero con una medalla colgada al cuello que arranca un «congratulations» a todo aquel con el que me cruzo.
Lejana queda ya la partida del hotel a las 6AM, abrigados hasta las cejas: pantalón largo de chándal, chaqueta polar, gorro, braga y guantes, además de la ropa con la que participaré en la prueba: pantalón corto, camiseta térmica de manga larga y otra de manga corta encima, la de nuestro equipo NYC2014M.
Sobre las 7 estamos en Fort Wadsworth, pero aun quedan casi 3 horas para escuchar el cañonazo de salida, que se dará a las 9:40 para los corredores de la primera oleada, entre los que me encuentro. Se trata de unos momentos interminables en los que el frío me atenaza. Llevo bolsas de plástico en los pies y los 55.000 participantes nos apelotonamos como podemos para entrar en calor. Hay tiendas de campaña, cartones y mucha ropa tirada por el suelo en montones que cada vez se hacen más altos. Ropa que será entregada a los necesitados, por lo que no duele nada deshacerte de ella conforme pasan los kilómetros.
Quiero controlarme por el miedo a desfondarme y no ir más rapido de 5:15 min/km durante todo el reocorrido, pero es imposible. La gente me lleva, voy conociendo historias de compañeros de asfalto y me veo tan fuerte que los primeros 25 kilómetros los hago sin ningún problema a 5:00 clavados, hablando incluso de vez en cuando con los que tengo alrededor. A partir de ahí bajo un poco cuando la fatiga asoma, y decido dejar ver cómo se escapa la señal de 3 horas 30 minutos que había tenido al lado hasta este momento, diciéndome a mí mismo lo poco que importa acabar 15 minutos más tarde. Se me pegan las subidas de los puentes y las avenidas eternas, con varias rectas infinitas de 6 o 7 kilómetros. Es mi primer maratón y si no pasa nada grave, terminaré sin problema. Ya habrá otras oportunidades de mejorar la marca. Hoy no es el día.
Han sido 3 horas, 42 minutos y 5 segundos corriendo sin parar ni un metro, con la idea fija de «At least I never walked» de Murakami repiqueteando en mi cabeza en cada zancada. Un periodo de tiempo que da para pensar en todo el mundo, comenzando por mis hijos Paz y Nacho, sin duda la gasolina más potente, al que sumo los millones de personas con las que me cruzo y los cientos que corean mi nombre, impreso en la camiseta. No creo que nunca viva una sensación de apoyo en carrera semejante.
Antonio Rentero, mi nuevo hermano desde este viaje, me dice en los momentos previos a la salida (para el recuerdo nuestro abrazo al separar la Blue y la Orange Wave) que hay un momento Zen antes de cruzar la meta, en ese tramo parecido a un bosque que verás unos metros antes de terminar. Pero no, mi tramo místico ha sido un poco antes. El cuádriceps ha dicho basta en el kilómetro 38 y por un momento me temo lo peor. Mi pierna derecha es un bloque de hormigón. Cierro los ojos mientras continúo corriendo y aprieto el ritmo: el cansancio me ha hecho descuidar la técnica y quiero creer que es el motivo del problema. Hago ese kilómetro a 4:30, el más rápido de todos, obsesionado en destensarme. Tiemblo. Parece que se va. Casi sonrío. Trago saliva y bajo gradualmente de nuevo el ritmo. Tranquilo, Nacho. ¡Funciona! Los dos últimos kilómetros son los más lentos de todo el recorrido, pero ya qué más da. Soy finisher del Maratón de NYC.
En el hotel, me meto a la ducha y luego a la cama sin ni tan siquiera estirar. Mi mujer llega por fin y ahora sí, lloro un buen rato: emoción, nervios, dolor de patas, todo revienta al mismo tiempo en una explosión en forma de agua salada. Más tarde miro el teléfono, he querido dejarle a ella el honor, más que merecido, de ser la primera en saber de mí directamente. Creo que nunca la he necesitado tanto. Miro el Whatsapp, abro Twitter, chequeo Facebook y descubro miles de notificaciones. Miles. Literal. Las he notado durante la carrera. Lo juro.
Me he acordado de todas y cada una de las personas que conozco, milla a milla, metro a metro. Y cómo olvidar a los chicos que continuamente quieren chocarme los cinco y me han servido de empuje. Pienso en sus madres, sus padres, sus abuelos, sus hermanos, sus amigos… Tienen problemas, se les ve en la cara, se les ve en los cuerpos. Maldita sea, ¿quién soy yo para sufrir lo más mínimo? ¿Quién soy yo para no sonreirles a todos y cada uno de ellos mientras siento sus manos contra las mías? Ellos son el ejemplo. Nosotros corremos porque ellos no pueden hacerlo. Sólo eso. Nada más sencillo y eterno.
Deportivamente no ha sido tan duro como me esperaba. He cruzado los cinco boroughs de la ciudad: Staten Island, Brooklyn, Queens, The Bronx y Manhattan y casi ni me he enterado. He tenido a mi alcance vistas de edificios inmensos recortados contra el cielo y puentes de diversas arquitecturas y sólo los he visto de reojo. La mirada de la gente ha sido mi visión preferida. Y no me arrepiento.
He compartido unos días con muchas personas que no conocía de nada y espero sigan formando parte de mi vida durante mucho tiempo: Antonio, Marimar, Ángel, Xabier, Juan, David, Miguel Ángel, Sabas, Carlos, Juan Antonio, Ivan, Javier, Ana, Diana, Conchi, Fernando, Miguel, Jorge, Manuel, Paco…
El maratón de NYC no es una carrera, es una peregrinación. No se compite, sólo se corre, se gira el cuello, se piensa mucho (muchísimo), se escucha uno a sí mismo y se mira fijamente a los ojos de los tullidos que desde la acera te gritan «God bless you«.