Durante muchos años estuve yendo a comer al mismo lugar, un restaurante normalito del centro de Madrid, muy cerca de la oficina donde trabajaba. Era una rutina, sobre las dos de la tarde alguno de los compañeros lanzaba un “¿es que nadie tiene hambre?” o parecido y todos poníamos el diario punto y seguido a nuestra maratoniana jornada laboral. Allí no salíamos a almorzar a media mañana, normal por otra parte, pues tras la pausa para llenar el buche volvíamos al tajo hasta bien entrada la noche. Nunca pensé que un día sería la última comida, de hecho hoy me cuesta recordar el interior de aquel local y cuando he pasado por allí, veinte años después, intento mirar para otro lado. Misma suerte corrieron en mi cabeza los colegas de curro, que no volví a ver jamás.
Durante muchos años estuve saliendo de marcha los jueves, era nuestro día, tampoco es que perdonáramos los viernes o sábados, pero el jueves tenía un algo especial, al menos lo que duró la carrera y los primeros e insustanciales trabajos que me permitían llegar con el sueño justo cada último día laborable de la semana. Qué mágicos eran los jueves, leches. Y de repente dejé de salir. Sin despedidas ni paños calientes. Un día dejas de hacerlo y pum, es tu última vez.
No sé por qué estos dos ejemplos tontos son hoy los que más echo de menos, sin nada especial, no hay romanticismo ni nostalgia. Y los echo de menos sólamente ahora, no lo había pensado antes, nada que ver con los seres queridos que desaparecen y su ausencia duele desde el minuto uno, éstas son morriñas diferidas, superficiales, incluso estúpidas pero que duelen, diferente, pero duelen.
Ojalá pudiera mañana repetir ese menú del día tan rutinario entonces o esa salida de jueves universitario y adolescente solo por el simple placer de saber que serán las últimas veces y así despedirme de esos recuerdos de la misma manera, de puntillas y sin hacer ruido al cerrar esas puertas.
Camino de los 50 comienzo a ser consciente de que todos, poco a poco, iniciamos sutilmente el proceso de tontear con situaciones cotidianas (como ese menú diario o ese cubata de jueves) que serán las últimas sin ni tan siquiera darnos cuenta, margen de maniobra, sin un postrero disfrute o paladeo…
Puede ser este tu último viaje en avión, tu último sexo, la última vez que corras por la arena, la última riña con tu hijo adolescente, la última vez que visites esta ciudad que te sabes de memoria, el último paseo por la noche en la playa, el ultimo madrugón para ir a trabajar o la última vez que toques la guitarra en una sobremesa en familia… O la última vez que visites a tus abuelos en el cementerio, porque mañana serás tú el visitado y ese mañana, te guste o no, está a la vuelta de la esquina.
Me ha dado por pensar en estas cosas tras los muchos y duros meses de trabajo escribiendo mi primer libro (y jurándome que será también el último por el currazo que lleva un proyecto así), en estas emociones entendidas desde el lado optimista, ya me conocéis, como una manera de seguir disfrutando, aún más si cabe, todos los pequeños placeres que la vida nos da y a veces nos empeñamos en no querer ver.