Las luces del hospital

Desde mi casa se ve la fachada del hospital. Un edificio descomunal, cientos de ventanas, cientos de habitaciones y cientos de historias. Por las noches sus luces me hipnotizan, puedo quedarme horas pensando en todo lo que sucede allí dentro. Se apagan, se encienden, se mueven las sombras. Cuando madrugo les veo puestos en marcha antes que el Sol, si es que han parado en algún momento. Trajín infinito. Infinito respeto.

Desde mi casa se escucha el constante sonido de las ambulancias que entran o salen, zigzagueando a toda pastilla entre las calles para intentar llegar a tiempo, unos minutos que pueden salvar una vida, una pericia que no tiene precio, una implicación que no se puede explicar con palabras.

Desde mi casa se oyen los perros, los gritos de la calle, los camiones de la basura, algún frenazo a destiempo, la megafonía de las carreras populares, las sirenas de bomberos y los coches de policía. Y siempre ahí, como un vigía, la fachada del hospital y su hormigueo continuo de trabajadores, enfermos, llantos, miradas perdidas, urgencias y huesos rotos. Pero también de altas médicas, curaciones, nacimientos, revisiones rutinarias, análisis con final feliz, sonrisas y abrazos.

Un hospital es un universo en pequeño, un cúmulo de fuerzas gravitacionales en forma de sensaciones y sentimientos mezclados en la feroz y veloz batidora que mueve nuestra vida y que, como por arte de magia, somos capaces contra todo pronóstico de parar en seco al recibir esa fatídica llamada telefónica. Esa voz quebrada portadora de malas noticias, que deja absolutamente todo en pausa durante un tiempo indefinido, con un pitido en los oídos y una pregunta flotando en el aire.

Las luces del hospital me anclan al hoy, me recuerdan las llamadas que he recibido, las que he hecho, las lágrimas que he vertido y las que he provocado, la suerte de estar vivo, de tener sanos a los míos y de poner en perspectiva el resto de estupideces que nos traen ilusoriamente de cabeza y que no son más que tonterías paradójicamente también tan necesarias.

Desde mi casa se ve, se oye, se huele, se saborea y se toca la vida, como desde todas las casas, al ritmo que cada uno marca, saltando a trompicones las vallas que la salud pone en nuestra carrera a ninguna parte. Hasta que un día llegará ese obstáculo que no saltaré, que no sobrepasaré, que no recordaré. Que dolerá a otros, que parará la vida de otros, que anclará al presente a esos otros que aquí se quedarán, quiero pensar que recordándome.

Porque llegará un momento en que seré yo el que desde dentro del hospital vea las luces de la calle, oliendo, escuchando, sintiendo y queriendo saborear el exterior. Un futuro donde otro yo me mire desde la esquina opuesta, sintiendo lo mismo que hoy escribo cada vez que se apague o se encienda la luz de mi habitación. Y con ella, nuestra luz interior.

Publicado en La Verdad de Murcia
Diciembre 2022

Paracetamol y zumos de naranja

Somos débiles. Los seres humanos, digo. O quizá sea yo, porque cuando me pongo malo capuzo irremediablemente y me hundo en un profundo pozo del que me cuesta salir una media de tres o cuatro días. Y eso si la cosa no pasa a mayores.

Somos fuertes, los seres humanos digo. O quizá sea yo, porque me pongo malo muy pocas veces. Eso sí, cuando caigo, caigo con todas las de la ley. Afortunadamente son tan pocas que la última vez que fui al médico no encontró mi historial en el ordenador. ¿Eres de Murcia seguro? Me preguntó. Juraría que sí aunque en esos momentos de mala fiebre uno es de donde le diga el médico que es. ¿O no? Austriaco si es necesario, pero cúreme doctor. Recéteme lo que sea. Por lo que valga.

No sé si ha sido la gripe, un resfriado por estos días de clima loco (calorazo a la hora de comer y congelación para cenar) o las típicas anginas que me acompañan desde pequeño. Lo que haya sido ha llegado con sigilo, se ha quedado con estruendo y desaparece muy lentamente. Esta vez el termómetro sólo ha llegado a los treinta y ocho y medio. Poco quizá, suficiente para mí, ese nivel sólo lo aguantan dignamente los niños. Unas pocas décimas y mi cuerpo se tambalea. Somos débiles. ¿Lo he dicho ya?

Cuando estás enfermo se relativiza todo, se van las ganas de hacer cosas y desaparece el hambre. Mal asunto. Al menos cuando era pequeño daba un estirón. Pero ahora nada, los años pesan hasta para esto. El colmo del asunto es que con la globalización, el teletrabajo y todas estas vainas que nos rodean ya no puede uno ni estar malo tranquilo. Aunque responda al teléfono con la misma voz de Satanás el interlocutor sigue su ritmo. ¿Para qué lo habré cogido? Pienso con retraso. No aprendo.

Caldos, paracetamol, infusiones con miel, ibuprofeno, zumos de naranja y nolotil. Miremos el lado bueno, una dieta insuperable tras los excesos navideños. Y sin visitar galeno. ¡No aprendo! ¿Lo he escrito ya?

Bromas aparte, menos mal que tengo quien me cuida. Y cómo me cuida. Porque cuando caes enfermo nada importa, sólo salir del hoyo lo antes posible. Y al salir valoras, ensalzas y te descubres ante los enfermos crónicos, esos verdaderos valientes que sí saben sufrir y no se quejan tanto como tú.

 

 

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
www.nachotomas.com
Artículo publicado en La Verdad de Murcia el 10 de Enero de 2018

 

 

 

 

Anginas

Llegaron las anginas con sigilo, se quedaron con estruendo y desaparecieron muy lentamente. Así suele ser mi relación con ellas. Me visitaron hace poco, tras varios años sin informar de su paradero. Volvieron con ganas, esas con que ves a un amigo de toda la vida tras una larga temporada desconectados, con la sensación de que no ha pasado el tiempo. Maravilloso.

Anginas Nacho Tomás

El termómetro alcanzó los 39.9C de fiebre, un nivel que sólo aguantan dignamente los niños. De los sudores mortales tuve que cambiarme de camiseta seis veces en una noche. Terrible. Una semana en cama. Inaudito.

Llegó el frío a España y me pilló en el norte. Despachos calientes y ciudades heladas, cóctel explosivo. Súmale desplazarte en bicicleta: Molotov. Para el recuerdo las peores 11 horas de tren mi vida, de Tudela a Murcia, transbordos incluídos en Pamplona y Madrid. Espeluznante.

Cuando estás enfermo se relativiza todo, se van las ganas de hacer cosas y desaparece el hambre. Mal asunto. Y entre duermevela, antibióticos y sudores piensas. Piensas mucho. Y te propones mejorar todos tus errores. Y no tuiteas ni miras el móvil porque te estalla la cabeza. Desesperante.

Un buen indicador de la fuerza con que me atacaron esta vez ha sido el parón deportivo: 16 días sin correr, 21 sin montar en bici y casi 1 mes sin nadar. Y laboral: currando desde casa 2 semanas consecuitvas. Tremendo.

URbex Class

Cuando caes enfermo nada importa, sólo salir del hoyo lo antes posible, y al salir valoras/ensalzas/idolatras/te descubres ante los enfermos crónicos, esos verdaderos valientes que sí saben sufrir y no se quejan tanto como tú.

 

Foto: Andreass

 

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