De pequeño estaba completamente obsesionado con el funcionamiento del cuerpo humano, me podía tirar horas leyendo libros, mirando diagramas de los ciclos de circulación de la sangre, analizando mapas del sistema digestivo o respiratorio, pensando cómo era posible que dentro de cada uno de nosotros hubiera billones de células, kilómetros de venas o metros de intestinos. Me quitaba el sueño pensar en los actos reflejos que permiten mantenernos con vida, cómo cogemos aire sin preocuparnos, el modo en que trituramos internamente la comida o nuestra capacidad de filtrar los residuos que nos atraviesan.
Buscaba, con las limitaciones de un niño de mi generación, toda la información a mi alcance sobre los cinco sentidos, sus límites y extraordinarias capacidades, cómo variaban de los humanos a ciertos animales (vista de águila, oído de murciélago, olfato de perro) y los ordenaba por importancia por si un genio mágico me concediera un deseo a cambio de extirparme uno de esos que él ya no tenía. ¿Se podría vivir mejor sin ver, sin oír, sin oler, sin tener gusto o tacto?
Un niño elucubra sin malicia, luego crece, se relaja y pierde los miedos a que su organismo deje de funcionar sin conciencia, comparando posteriormente estas funciones, que de antiguas no siempre se valoran al venir de serie, con las que intentamos asignar a máquinas ultramodernas incapaces aún hoy de aprender a dar un sencillo salto, diferenciar olores y viajar atrás en el tiempo con ellos, arrancar una sola hoja de la margarita sin destrozar la flor, erizarse al escuchar una canción o sacarte burlonas la lengua. Si no saben hacer estas sencillas cosas que nosotros improvisamos, cómo vamos a torturarnos intentando descifrar el milagro de la vida, el crecimiento de una célula hasta ser otro tú, otro hermano, otro hijo. El ser humano es increíble, es dueño de todo. Y a un insignificante dos por ciento de diferencia genómica de un chimpancé.
Después el niño se convierte en ese joven que piensa en los límites de su cuerpo (a todos los niveles) y juzga si en algún momento sufrirá las consecuencias de esos excesos. Por mucho que comas el cuerpo expulsa lo que sobra, por mucho que bebas la resaca no dura eternamente, por mucho que corras con el corazón latiendo en la boca, vuelves a la calma. Los rasguños de la salud son temporales, no hay cicatrices. O eso parece.
Finalmente el joven deja paso al adulto que, como un flash instantáneo, descubre un día que lo realmente asombroso no son los cinco sentidos, sino los sentimientos y sensaciones que, en parte intensificados por ellos, somos capaces de generar, de disfrutar y de sufrir. Entonces pasamos a estar obsesionados por el cerebro y sus conexiones, inquietos por otro tipo de salud, la mental, que invisible nos modela mucho más de lo imaginado, y que debes ponerte a entrenarla antes de que sea demasiado tarde.
Tan tarde como tu cuerpo pida, como tu mente exija. Y cuando tienes la suerte de que el cuerpo y la mente se han alineado, mejor dejarles trabajar juntos.
Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Twitter: @nachotomas
La Verdad de Murcia
Enero 2022