Noches en llamas

Ahora que ha pasado un tiempo prudencial, la policía está informada y tenemos constancia de la veracidad de lo sucedido, por fin me atrevo a contaros la terrible historia que sufrí una interminable noche de aislamiento.

Es cerca de la 1 de la madrugada. Mediados de marzo, tras la cena y la serie, como cada día, bajé a sacar al perro. Suelo tardar unos quince minutos, la vuelta a la manzana. Casi nunca llevo el móvil. ¡Qué gran error! Paseaba pensando en mis cosas cerca del río, ni un alma en la calle, ni un coche, ni un sonido. A lo lejos, muy levemente, entre edificios y la oscuridad de esta fría noche de finales de invierno, veo la silueta en penumbra de la Catedral con la que normalmente me quedo minutos embobado.

Algo distrae mi vista súbitamente, las dos moles entre las que asoma la figura gótica más famosa de mi ciudad son un nuevo hotel, cerrado a cal y canto en esta cuarentena, y un antiguo Palacio, deshabitado hace años y prácticamente en estado de ruina. Todas las ventanas de ambos edificios están apagadas, por eso el destello en una de ellas llama tanto mi atención en plena noche. Un barrido visual rápido me lleva a localizar el fogonazo, el típico chispazo provocado por un fallo eléctrico.

Mi perro comienza a gruñir.

Intento fijar la vista entornando un poco los ojos y no doy crédito a lo que veo, parece una silueta humana, aunque es difícil confirmarlo dada la continua intermitencia y variable intensidad de la luz. No es posible. La planta en la que está no tiene debajo más que escombros. No ha podido subir de ninguna forma. La fachada cayó en su momento, dejando a la vista una estancia en la planta superior con un espejo, el marco de una puerta que no lleva a ninguna parte y poco más.

Conforme voy acercándome mi perro comienza a ladrar, provocando más ladridos de otros perros del vecindario. El chispazo ha cesado súbitamente, pero antes me ha vuelto a parecer ver una cara humana acercándose rítmicamente a la fuente de luz.

Me paro. Hace mucho frío pero estoy sudando. Se oye un coche a lo lejos. Sigue sin haber un alma en las calles. Decido irme a casa y pasar de líos cuando de repente comienza a escucharse el llanto de un recién nacido y la luz empieza de nuevo a centellear.

Cruzo el puente del río y ahora sí que lo veo de cerca, es una persona balanceándose hacia delante y hacia atrás en un ritmo acompasado y tranquilo. Cada fogonazo me permite verle en una posición distinta. Parece un enfermo. ¿Pero cómo demonios ha subido hasta ahí?

Me cuesta calcular el tiempo que ha pasado, la luz a ráfagas me ha dejado hipnotizado por momentos. La silueta parece querer decirme algo. Y por un momento creo que me ha mirado de reojo. No sé qué hacer. Dudo. Me echo la mano al bolsillo buscando el teléfono, pero lo dejé en casa. Me sale de dentro, casi sin quererlo, un grito seco y fuerte: «¡Eeeh! ¿Hay alguien ahí?»

Una persiana cercana sube repentinamente, seguida de una señora mayor que, asomada desde su habitación, me pregunta si pasa algo. Le pido disculpas, está ya bien metida la madrugada, y de paso aprovecho para indagar un poco:

– ¿Vive alguien en el Palacio? –

– Muchacho – me responde – ¿Qué tonterías dices? ¡Deja de gritar o llamaré a la policía! –

Mi mujer, muy asustada de que no haya vuelto, ya lo ha hecho y una patrulla se dirige hacia mi barrio. Mientras tanto yo estoy al otro lado del río, abriendo como buenamente puedo un hueco en la valla oxidada del recinto que rodea la edificación e intentando introducirme mientras mi perro se eriza y ladra como loco. Huele mi miedo. Pero yo huelo otra cosa. Un intenso olor a quemado se apodera poco a poco del ambiente y comienzo a escuchar el ruido que hacen las maderas al resquebrajarse. El fallo eléctrico ha provocado un incendio. El llanto del bebé suena tan fuerte que me duelen los oídos.

Ato el perro a una farola de la calle y entro corriendo, dando una patada a la puerta que se rompe en mil pedazos, carcomida y antigua. No hay escalera, todo son ruinas, miro hacia arriba y veo de nuevo la luz, lejana, destelleando intermitente mientras se acerca. El ruido es ensordecedor, todo cruje a mi alrededor, la luz se hace más intensa, oigo llorar al crío de forma atronadora, me duele la cabeza a horrores, veo cómo se me acerca un rostro descompuesto, comienzo a quemarme y… ¡Zas! Todo se vuelve negro.

Desperté al día siguiente en el hospital, la policía encontró mi perro atado a la puerta de una Iglesia, llamada del Milagro, recién restaurada y en perfecto estado. No tengo lesiones. No ha habido incendio, no hay ruinas y no hay aislamiento. La calle está a rebosar.

Me cuentan que la flamante y reformada iglesia, a la vista desde la habitación del hospital en que me encuentro, fue construida a finales del siglo dieciocho y se erige imponente sobre las antiguas ruinas de un palacio, llamado del Recuerdo. Ya olvidado, qué paradoja. La historia dice que la dueña mató a su hijo recién nacido a principios del diecisiete. Prendió fuego al palacio con una yesca en su habitación, con ella y su hijo dentro. Dicen que le costó horas encender la mecha. Después todo se derrumbó. Estaban solos.

La casualidad es que la protagonista de esta historia tenía el mismo nombre que mi madre, su hijo se llamaba igual que yo y mientras escribo me están saliendo quemaduras en los dedos.

Relato escrito durante la cuarentena
Mayo 2020