La publicidad y nuestros hijos

Mis hijos no quieren ver anuncios. No es una opinión ni una pose, es la forma de estar en el mundo de “nativos digitales” que han crecido esquivando banners, saltando vídeos promocionales, desinstalando aplicaciones que piden permiso para todo, menos para invadirte. Ellos no rechazan la publicidad en sí, quizá porque al contrario que la anterior generación donde estaba casi siempre perfectamente separada del resto de contenido, ahora es un mix continuo y sin fronteras. Más listos que nosotros, rechazan lo que huele a impostura. Detectan enseguida cuándo les están vendiendo algo disfrazado de consejo, de historia o de casualidad. Y no lo perdonan. Nos parecerá raro a algunos pero ellos, más diestros que nosotros, comulgan con personas que nosotros no entendemos, exponentes máximos de una brecha generacional que lleva siglos haciendo de las suyas.

Mis hijos han aprendido a moverse en un mercado sin descanso, una vitrina infinita donde todo, incluso uno mismo, parece estar en venta. Su reacción no es rebeldía. Es instinto de supervivencia. No quieren ser parte de un juego donde cada “me gusta” lleva detrás un algoritmo y cada recomendación es un anzuelo. Más privados que nosotros, pero más activos, qué paradoja

En este paisaje saturado, el contenido real importa más que nunca. No porque despierte nostalgia ni porque «antes fuera mejor», sino porque lo auténtico se ha vuelto raro, casi exótico. Lo que permanece sin disfraz brilla, no por exceso de luz, sino porque todo lo demás está en la oscuridad.

Un medio de comunicación como este no puede (ni debe) competir en inmediatez, en clics ni en ruido, y sin embargo, ahí reside su fuerza. No grita, no interrumpe, no engaña. No pretende ser otra cosa que lo que es: palabras ordenadas para contar, para explicar, para acompañar. Uno abre el periódico y decide si lo lee o no, sin trampas, sin necesidad de esconder intenciones, sin estrategias pensadas para retenerte un segundo más en la pantalla.

A menudo en el mundo de la comunicación seguimos pensando que el reto está en esconder mejor el mensaje, en envolverlo, en camuflarlo para que pase desapercibido. Pero cada vez resulta más evidente que las generaciones que vienen ya no se impresionan con fuegos artificiales ni con palabras grandes en envases vacíos. Buscan lo real. Y si huele a trampa, se apartan sin hacer ruido, para no volver nunca. En nuestra agencia lo vemos cada día. Cuando alguien quiere conectar con los jóvenes, la primera pregunta que deberíamos hacernos no es qué tipo de campaña hará más ruido, sino qué verdad hay detrás. No basta con parecer comprometido, creativo o sostenible. Hay que serlo. Ellos no compran eslóganes. Buscan la costura, no el bordado.

Quizá el futuro de la publicidad no pase por inventar formatos más espectaculares, ni por afinar aún más la maquinaria de persuasión. Quizá pase simplemente por volver a decir las cosas como son. Sin aditivos. Sin maquillajes. Con la confianza de quien no tiene nada que ocultar, y por tanto, tampoco nada que temer. No sé qué pasará con los medios de comunicación tradicionales dentro de unos años, ni cuántos adolescentes seguirán buscando verdades fuera de la pantalla. Pero sí sé que la necesidad de confiar en lo que lees, en lo que ves y en quien te habla, no va a desaparecer.

Mis hijos esquivan anuncios. No esquivan la verdad. La siguen necesitando. Y aunque a veces haya que filtrar mucho ruido para encontrarla, cuando por fin la descubren, no se les olvida.