La imagen del Rey de España cubierto de barro, manchado por la ira de un pueblo desesperado, es ya un símbolo de esta crisis y quizá de nuestra historia reciente. Cuando la gestión (y la comunicación) de una emergencia falla, el fango alcanza a las autoridades, tan literal como metafóricamente. La escena habla por sí misma, poniendo de manifiesto cómo la conexión entre instituciones y ciudadanía es más frágil que nunca. No me cabe aún en la cabeza la magnitud de este desastre humano en pleno siglo XXI. Es que no hay palabras. Y menos aún para esa capacidad de empatía cero de algunos desde un atril, parapetados en una barrera de micrófonos y un mensaje mal entregado, un canal de alerta que llega tarde o una visita a destiempo: algo que ya viene de ayer mal cuidado, tiene mal arreglo hoy.
En cuanto las autoridades no han respondido a las expectativas, las redes sociales han llenado el vacío. Esta crisis es el caldo de cultivo ideal para las fake news, circulan cientos mensajes que distorsionan la realidad, sin filtros y sin pausa, una información tan confusa que no sabemos ya ni distinguir lo cierto de lo inventado. Cuando la incertidumbre es el terreno, la desinformación es esa mala hierba que se extiende con rapidez. Y no es casualidad que esto ocurra cuando las instituciones están descoordinadas y rebasadas. La compleja red de competencias entre Gobierno, Comunidades Autónomas y Ayuntamientos ha hecho que cada cual asuma (malamente) la gestión de una parte, tirando balones fuera sin tener en cuenta (o no estar a la altura) el panorama completo y las desgracias personales, provocando una desconexión evidente. Si la gente pierde la confianza en las instituciones que deberían velar por su seguridad, el golpe no es solo para su imagen, sino para la propia esencia de las mismas. Creo que nunca habíamos vivido algo así en la España reciente, y tengo casi 50 años, un país referencia en Europa y en el mundo.
Una cosa es comunicar en tiempos de calma y otra en medio del caos, cuando el mensaje que no se emite o no se entiende puede tener consecuencias graves. La comunicación en crisis es mucho más que relatar lo sucedido: es el canal que salva vidas, la certeza que evita el pánico, el compromiso de que alguien está ahí para responder. Y esto no se ha conseguido, ni de lejos. ¿Qué podríamos aprender de todo esto? Quizás el principal recordatorio sea que, en una crisis, la credibilidad de una marca o una institución se convierte en su principal activo. La confianza no es una concesión: se construye, se sostiene y se renueva cada día. Y en el caso de las instituciones públicas esa confianza no puede estar en riesgo por falta de previsión, por conflicto de competencias, por carencia de visión estratégica o por total ausencia de un mínimo sentido de servicio público.
He dudado mucho sobre escribir esto, con la tragedia todavía en curso, sin saber el número final de desaparecidos, pero las caras de las personas que ayer lloraban podrían ser mi familia: tengo el cincuenta por ciento de sangre valenciana y no he podido evitar lanzar esta crítica, fácil desde mi casa, seca y a salvo, pero que intenta aportar algo de luz entre tanta oscuridad. Comunicar y empatizar, tan fácil desde la teoría, pero tan difícil cuando la interesada e infantil política en la que hace tiempo vivimos en este país lo mancha todo con un fango tan real como la tragedia. Incompetencia, mediocridad e inadecuada preparación. Algo tan básico y que se nos exige a cada paso y cada día a todos los trabajadores de España… ¿Por qué a ellos no?
Descansen en paz todos los fallecidos y toda mi fuerza a los que seguís sufriendo.
FOTO: EFE
Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Publicado en La Verdad de Murcia
Noviembre 2024