Filípides en Tokio

Reconozco que cruzar medio mundo para correr 42 kilómetros es cincuenta por ciento épico y cincuenta por ciento ilógico, pero la vida transcurre a veces por estos locos caminos que, por un lado me encantan, y por otro tengo la suerte de poder disfrutarlos acompañado además de otros 30 murcianos: deporte, turismo y negocios se dan la mano habitual y afortunadamente en mi día y a día.

Tokio no es solo una ciudad, es otro planeta: orden milimétrico, respeto extremo por las normas y un maratón que es el reflejo de esa mentalidad. Correr en Japón no es como correr en Nueva York, donde te gritan el nombre y casi te empujan a la meta, ni como en Berlín, donde corres con la sensación de que todo está hecho para batir tu mejor marca. En Tokio, el éxito es llegar y hacerlo con honor, un maratón con código samurái. Y para samurái este que escribe, que sufrió como nunca para terminar por debajo de cuatro horas sin hacerse el harakiri: Jet lag, día caluroso hasta para un español del sur como yo (al día siguiente nevó, cosas del clima pacífico, debe ser) o una alimentación diferente (tomé sushi hasta para desayunar antes de ponerme las zapatillas), junto a una preparación deportiva solo suficiente demostraron ser una mezcla tan explosiva como el wasabi.

Aterrizamos tras 15 horas de vuelo y 8 husos horarios de diferencia, un viaje convertido en reto al no entender en las primeras horas cuándo dormir y qué comer sin arriesgarme a experimentar demasiado, una ciudad donde las pantallas gritan a todas horas y cada esquina parece un anuncio de otra galaxia, resulta paradójico lo bien que funciona todo, que sientas el caos pero no lo veas. En la salida del maratón, tres cuartos de lo mismo: silencio, orden, nada de postureo. El que está aquí ha venido a correr, con permiso de los que, discretamente, van disfrazados de todos los animes que te puedas imaginar.

En mi cabeza durante la carrera se me cruza continuamente Filípides, aquel mensajero griego que corrió de Maratón a Atenas para anunciar la victoria y cayó muerto. Un drama épico, perfecto para la cultura occidental, donde el sufrimiento se adorna y la historia se convierte en mito (para muestra el botón de este mismo texto), pero en Japón no, aquí se siente la resistencia de otra manera: se aguanta sin gestos, sin aspavientos, se soporta con estoicidad sintoista.

En el kilómetro 30, cuando mis piernas empezaron a mandar mensajes de auxilio y sentí que iba directo contra el muro nipón, un voluntario me ofrece un vaso de agua con una inclinación de cabeza, como si fuera un invitado y no un tipo sudoroso al borde del colapso, esta carrera está diseñada para seguir adelante (aunque vayas dejando cadáveres en las cunetas, nunca vi tantos retirados y deshidratados), sin distracciones y con las mínimas pérdidas de tiempo. Un ritual en el que, eso sí, te sientes continuamente como Bill Murray en “Lost in Traslation”: acojonante cómo la inmensa mayoría de los locales no saben absolutamente nada de inglés. Menos mal que me defiendo mínimamente en su idioma.

Como publicista, Tokio es un diseño perfecto: cada pieza encaja, cada mensaje está pensado. Como corredor, es una lección de humildad. No eres el protagonista de nada, solo otro punto más en el engranaje. Filípides murió con un grito de victoria. Un samurái habría cruzado la meta con la cabeza alta y se habría perdido entre la multitud, en silencio. Aquí ganar es seguir adelante. Nada más y nada menos.

Tras la gesta deportiva, una semana de turismo por el país del sol naciente: la majestuosidad de Tokio, donde al final de un calle en el barrio de Shinyuku que no sale en Google Maps y en la que cabes de milagro te tomas un pescado crudo viendo al fondo, bajo la lluvia, un rascacielos en el que se proyecta Godzilla, los mil templos de Kioto, los mil ciervos de Nara, los onsen (baños termales) en Hakone al aire libre cayéndote copos de nieve en la cabeza, el mítico tren bala Shinkansen, el bullicio de Shibuya o los millones de otakus de Harayuku, un Kit Kat de té matcha y una cerveza Asahi en el avión de vuelta mientras el universo te regala una descomunal aurora boreal sobrevolando el Polo Norte dirección a Groenlandia.

¡Sayonara!


Tráfico

Donde hay tráfico hay alegría. Una calle llena de gente es brío social y comercial. Si hay tráfico fluido de sangre en las venas, está el cuerpo sano y lozano. La hoja del árbol al suelo, tráfico de naturaleza, trajo el otoño. Las aceras brillantes, son tráfico de agua de las máquinas limpiadoras. El tráfico del vino desde la copa a tu boca. El tráfico de familiares en el tanatorio rompe el llanto y alegra el alma del dolorido. El movimiento de las nubes en el cielo trae lluvia, tráfico de gotas. La ordenación de las moléculas de agua trajo el hielo y el invierno, tráfico de átomos. Mis dedos buscan sitio en el teclado, tráfico dáctil, y escriben esto que tú, en un parón del tráfico diario, lees. Neuronas que se mueven en la autovía de nuestros cerebros, tráfico anti demencia.

El tráfico de hojas en un libro: pasan las páginas y con ellas, pasan historias hacia nuestra mente. Palabras que fluyen en una conversación, tráfico oral conectando pensamientos. Los rayos del sol atravesando una persiana son el tráfico luminoso que despierta el día o te levanta de la siesta. Las notas lejanas de una melodía llenando una calle, tráfico musical que viaja en el tiempo. El tráfico de la savia por el interior de las plantas hace crecer las flores y traerá la primavera. Los atascos de hijos en casa, tráfico de niños, genera hogar. El café moviéndose por la cafetera, tráfico de posos que nos despierta cada mañana. Eso que piensas y no dices, atasco de palabras. El tráfico de hilos construye la ropa. Maletas en la cinta transportadora del aeropuerto, tráfico de encuentros y despedidas.

Apagar la luz, cortar el tráfico eléctrico y encender la mente cada noche. Vagones de cansancio construyen los sueños, tráfico de oníricas ideas. Ladridos de perros, tráfico animal sin respuesta. Termómetros subiendo, tráfico de mercurio que anuncia el verano. El cepillo entre tus dientes, tráfico de espuma. El peine entre tu pelo, tráfico de púas. Tres pares de zapatos que nunca te pones, tráfico parado. Emails por responder, tráfico desganado de bytes. El plano de la eclíptica, tráfico de planetas en nuestras nocturnas cabezas. El tráfico de pintura arregla una pared, el de ladrillos levanta un muro, el de casas construye pueblos, el de ciudades genera países.

Tráfico de influencias en la televisión, en nuestros bolsillos. Tráfico de drogas que destroza cuerpos. Ley seca rota por el ilegal tráfico de alcohol. Tráfico de cristianos mintiéndose a sí mismos y de ateos mintiendo a otros. Carritos en el supermercado, coches en la gasolinera, jóvenes en la discoteca, colas de tráfico, tráfico en colas. Tráfico de desempleados en la cola del paro, tráficos habituales y por ello no menos dolorosos. Esperas en las máquinas del gimnasio, en la salida de una carrera, tráfico de músculos. Tatuajes que acabas borrando, tráfico de tinta y piel y cicatriz y sol y manchas.

Horarios, campañas, deadlines, presupuestos, creatividades, objetivos, nóminas, impuestos y sonrisas en la cara, tráfico de días en mi trabajo, de quince años creciendo, impulsando y construyendo. Tráfico de años propios, casi medio siglo a las espaldas.

Pequeñas cosas que se combinan como fenómeno emergente en entidades superiores con el mismo poco sentido que tenían ellas solas de manera aislada, sin tráfico.

Tráfico que creemos que necesitamos y no lleva a ninguna parte.

Atasco.

India, mucho más que un país

Pocas palabras tienen tanto peso en el imaginario colectivo como “India”. Al menos pocas transmiten sin más apellidos un concepto tan amplio y variado como concreto y decisivo. Un fin, una meta, un propósito, un destino. India no defrauda, superando cualquier expectativa que hayas podido montarte en la cabeza, pero al mismo tiempo (también sin sorprender a nadie) no es un país para todo el mundo, ni mucho menos: un torbellino que golpea los sentidos y reta cualquier esquema preconcebido.

Acabo de volver a casa con una de las resacas emocionales más grandes de mi vida, una semana de viaje por motivos empresariales para intentar entender mejor un mercado que crece con el mismo vértigo que sus ciudades. Y como siempre en mi caso conjugo trabajo y placer: perderme entre su gente, sus rincones y sus historias.

Bombay y Nueva Delhi fueron las dos caras de mi viaje, ejemplos perfectos de los contrastes de este país donde una reunión en un moderno rascacielos puede tener como telón de fondo el barrio de chabolas más grande del mundo: continuo choque entre lo nuevo y lo antiguo, entre la riqueza desbordante y la miseria más absoluta, entre un místico que escasamente se alimenta y habita en la puerta de un templo, justo al lado de un chaval enganchado a su teléfono móvil, formando un caos abrumador que golpea sin piedad ni descanso. Edificios gubernamentales compartiendo espacio con mercados caóticos rodeados de basura por todos lados y cientos de monos salvajes, donde los fortísimos olores de todo tipo y el sonido de cláxones se mezclan hipnóticamente, todo ello envuelto e impregnado de la mayor contaminación acústica y atmosférica del planeta.

Desde el punto de vista empresarial, la India es una lección de agilidad, con una clase media que comienza a hacerse hueco, un comienzo de cambio político y donde todo se mueve rápido, pero nunca de forma lineal o habitual para nuestros estándares del mundo occidental. Las reuniones pueden empezar tarde o muy tarde, pero cuando arrancan el nivel de compromiso y creatividad compensa cualquier retraso. Agilidad de agenda y tranquilidad de trato, encuentros largos y relajados, hablando de lo divino y de lo humano, de la familia y de los negocios, pero todo a su tiempo, todo en su momento: la flexibilidad no es solo una habilidad deseable, sino una necesidad en un entorno donde las reglas se redibujan constantemente. India se dirige a su lugar en el mundo, ya veremos cuándo y cómo lo alcanza.

Objetivos cumplidos a nivel negocio, pero más “beneficio” saqué de otras fuentes, pues fuera de las rutas “oficiales” lo que más me ha impactado, como siempre, es la gente. Somos animales de costumbres, somos animales de grupo, somos animales de contacto. O al menos yo lo soy y así me siento siempre. Monté en decenas de tuctucs, buscando mínimos huecos entre reuniones y exprimiendo cada minuto (ya me conocéis) negociando el precio sobre la marcha, tras conversar un rato antes de entrar en harina trayectos de ida y vuelta, te esperan el tiempo que haga falta. Sonrisas que son puentes. No importa que no hables el idioma o que no entiendas del todo su genial acento inglés o sus costumbres, mirarse a los ojos lo atraviesa todo. Los mismos ojos con los que te deslumbra su majestuosa arquitectura, sus laberínticas calles, su descontrolado tráfico y tus propias contradicciones: admiras un monumento conocido mundialmente, mientras personas desmembradas mendigan por la misma calle: difícil procesar tanta belleza y dolor en un mismo parpadeo. Quizás la clave esté en aceptar sin cuestionar, como hace la India encontrando su equilibrio en medio del desorden, para encajar sólo las piezas que estén a tu alcance, dejándote guiar en las que te faltan, aunque nunca completarás ese puzle interminable.

El ruido, los olores, los colores y la sobrecarga sensorial te pueden pasar por encima, no es un país para todos, como decía más arriba, sólo para aquellos que estén dispuestos a abrirse a algo que, sin remedio, te cambia y te guía para entender que el mundo está lleno de profunda relatividad y contraste, un aprendizaje a la navegación, como cuando se llega en barco a la puerta del océano Índico, con flexibilidad y una sonrisa. Esa será siempre nuestra mayor ventaja competitiva. Y no estoy hablo de negocios.

Todas estas frases me han venido a la cabeza a la hora de redactar y titular este post:

  • «India: impactante, caótica y transformadora en 7 días»
  • «Lo que no te cuentan de India: contrastes brutales en Bombay y Delhi»
  • «Viajar a India me cambió la vida: olores, ruidos y lecciones empresariales»
  • «India en 7 días: un viaje entre el caos y la belleza»
  • «El país que golpea tus sentidos: así viví India»
  • «Bombay y Delhi: el contraste de India en primera persona»
  • «India: descubriendo la magia y el caos de Bombay y Delhi»
  • «India en estado puro: entre negocios, historias y caos»
  • «De los rascacielos a las chabolas: mi semana en India»
  • «India como nunca te la han contado: belleza y contrastes»

Trayectos

Una buena parte de la comunidad científica está actualmente revoloteando alrededor de un vídeo que magistralmente mezcla la animación con muñequitos y la física, partiendo de sus bases históricas hasta las posibles interpretaciones futuras de los agujeros de gusano que podrían conectar nuestras realidades temporales en una infinidad de puntos. Ahora que el dilema que plantean se basa parcialmente en la existencia o no del tiempo tal como lo conocemos, yo he venido aquí a pronunciarme, porque tengo la solución a esos problemas: Lo único que existe son los trayectos.

Tus padres tienen grabado a fuego cómo te llevaron por primera vez a casa desde el hospital donde naciste, cómo te llevaban en brazos a la guardería o al pediatra, algunos de tus mejores recuerdos infantiles todavía viven en el paseo diario al colegio charlando con los colegas de clase, en las idas y venidas al instituto, a la universidad o a la casa de tu novia, sigues estando por momentos en esos novatos viajes a la playa con tus amigos y la “L” en el coche, la primera vez que viste el mar o la nieve, en el recorrido desde el aeropuerto de una ciudad que no conoces hasta el lugar donde dormirás esa noche, desde tu casa a tu primer trabajo, la repetida continuación diaria de viajes en metro, en autobús o caminando antes de sentarte a producir de lunes a viernes, antes de salir camino a tomarte una cerveza en el bar de siempre, a la revisión de un examen, al concierto de tu grupo preferido o a esa final de tu equipo que tantos años tardó en disputar, en la vuelta un poco borracho desde la discoteca que siempre cerrabas, la vuelta los domingos después de comer desde casa de tus padres, el tráfico del lunes llevando a tus hijos al colegio, acompañarles al médico con los dedos cruzados, ir y venir a tu gimnasio, a sus actividades extraescolares o a conocer por primera vez a sus parejas o las idas y venidas al hospital visitando a alguien convaleciente más tiempo del que debiera…

Trayectos que de tanto uso te sabes de memoria, las baldosas rotas, los charcos del asfalto, la duración de los semáforos y casi las caras de otros viajeros habituales con las que te cruzas. Trayectos como trozos de espacio, de tiempo o de sentimientos. Son en estos trayectos en lo que realmente se debería medir la física, la cuántica, la mecánica o lo que Dios quiera que sea, como rodajas de algo repetido e infinito, esculpido en tu cerebro hasta el fin de los días, de tus días y de los días de los demás que te acompañan en los suyos.

La vida son trayectos, me importa bien poco el tiempo pues no te acordarás nunca del último desplazamiento que a ciencia cierta vas a realizar, ese que sí o sí, ese que para siempre vivirá en la gente que aquí dejes cuando partas, cuando tu viaje hacia quién sabe dónde termine y con él tu existencia que, en cambio y como paradoja de esto que estás ahora mismo leyendo y sintiendo, perdurará mientras nos acordemos de ti los que aquí nos quedamos y nuestras mentes vuelen a buscar la tuya, convirtiéndolo así en el más bonito y eterno de todos los que hemos realizado.

Y doloroso, joder si es doloroso, pero si duele es que seguimos viajando y si duele es que seguimos disfrutando del trayecto. Vayamos, pues, en paz y buena compañía.

Y que salga el sol por Antequera

La prisa nunca formó parte del día a día de nuestros antepasados, o eso quiero pensar mientras tranquilamente y bien acompañado recorro las calles de este precioso pueblo malagueño, pensando en los tres días que hemos pasado aquí, totalmente sorprendidos de lo que nos ha ofrecido tanto el casco urbano como sus alrededores, pues hasta la fecha sólo conocíamos de esta zona la frase que da nombre a esta columna y cuyo origen se remonta, dicen, al Infante Fernando (otros al Sultán “El Zagal”) y que viene a decir que en la vida hay que echarle valor.

Un pueblo acogedor y especialmente limpio, cuidado y querido por su gente, así se desprende al pasear sus calles y sus cuestas, al llegar a la imponente Alcazaba, desde la que por sus miradores puedes contemplar los cerros que lo rodean, mejor si está atardeciendo, las casas todas blancas, las calles todas con un mismo ritmo, ese que da una arquitectura urbana ordenada y sin estridencias, que aporta placer visual al visitante e imagino que paz interior al que allá vive. Eso es Antequera, equilibrio entre pasado y futuro, entre comercio local y comprensión del negocio turístico.

O al menos eso es lo que a nosotros nos transmitió “la ciudad de las iglesias” (la que más tiene por habitante de toda España) con su cuesta de San Judas (delicioso rincón), su cerveza en el Coso Viejo, sus vistas desde Arco de los Gigantes, su dorado Angelote marcando el paso o su Colegiata de Santa María acompañando las pendientes. Y con su comida, por favor, qué gastronomía, con la porra antequerana y los alfajores a la cabeza de un abanico de opciones de lo más variopinto y placentero.

Pero no todo es ocio, los alrededores de Antequera ofrecen algo único como El Torcal, bautizado como el paisaje kárstico más importante de Europa, que puedes recorrer gratuitamente eligiendo la ruta que más se adapte a tu estado de forma o tiempo disponible (recuerda la primera frase de esta columna y aparca la urgencia) y pasear acompañado de cabras montesas, alucinando al ver cómo hace millones de años esto estaba bajo el océano, generando curiosas formaciones rocosas en su “salida a la superficie”.

No puedes perderte tampoco el mítico Caminito del Rey, que tanto tiempo llevaba deseando visitar, una ruta a través de impresionantes pasarelas suspendidas a cien metros de altura a través de las paredes del desfiladero de los Gaitanes, cañón excavado naturalmente por el río Guadalhorce, dando como premio un gratificante y placentero rodeo de siete kilómetros por sus alrededores para maravillarte con su flora, su fauna y sus historias. Absténganse personas con vértigo o apremio.

Espero que esta guía turística que me acabo de sacar de la manga os invite a visitar este pueblo y sus alrededores, pero tampoco mucho, pues hemos agradecido especialmente que no estuviera ni mucho menos masificado como otros preciosos destinos en los que hemos estado en los últimos tiempos, tanto en España como el extranjero. Bromas aparte, lo tenemos a tres horas y pico de Murcia, perfecto para cuartel general de unas pequeñas vacaciones por toda Andalucía, de la que tanto tenemos que aprender en estos y otros asuntos.

Andalucian Crush

He querido dejar pasar un tiempo prudencial para escribir largo y tendido sobre el que posiblemente para mí sea el spot del año: el vídeo promocional de los responsables de turismo de nuestra comunidad vecina que lleva por nombre “Andalucian Crush” y que desde el primer fotograma destila aroma a obra maestra. Lo compartí en redes el día del estreno pero hoy, un mes después, toca desmenuzarlo para saborearlo aún mejor.

Para empezar, os invito a buscarlo y verlo un par de veces antes de seguir leyendo, con el volumen bien alto a ser posible, pues la música cobra especial protagonismo en esta acción, con la obra “Eternidad” de una conocida banda de cornetas y tambores sonando de fondo y deconstruyendo la pieza en esos minúsculos canapés visuales que convierten el spot en una advertencia (el propio locutor dice estas palabras), joya visual y musical, fusionando tópicos y modernidad con maestría, sin complejos y con mucho arte.

Andalucía siempre ha sabido sacar petróleo de su ya de por si amplia y variada oferta turística, pero hacerlo con esta calidad está al alcance de pocos, sin caer en manidos tópicos y sabiendo mirar hacia detrás y delante al mismo tiempo, usando para la construcción del relato argumental una mezcla perfecta de pasado y futuro, desde el inicio mismo en el que chocan dos asteroides con forma de ancestrales rostros humanos, hasta esos planos rompedores de todo el acervo cultural, del que viene cargada de serie, también hay que decirlo, esta región española. Pero el hecho de tenerlo no siempre va acompañado de saber valorarlo, o peor aún, de saber exportarlo o conservarlo, extremo que sin duda pone en más valía si cabe este pedazo de campaña cuyo gran valor es unir magistralmente la cultura andaluza con la rotura interior que te puede producir este stendhalazo.

Lola Flores, Pablo Picasso, Federico García Lorca, Leonard Cohen o Paco de Lucía, nos saludan desde el más allá, entrelazados con planos imposibles, golpes de instrumentos musicales, pisadas de caballos, polvo y detalles de universales monumentos y hasta fechas clave y tipografías traídas a la pantalla para prender el resto de acciones transmedia que con maestría dejarán en manos del público que ha viralizado el mensaje a través de sus redes sociales, por lo que varias generaciones entenderán el mensaje, al que pone la guinda el “gran” Tyrion Lannister (el inolvidable personaje enano de Juego de Tronos) mirándonos de frente a nosotros, los espectadores, verdaderos protagonistas del vídeo, pues nuestras sensaciones al verlo y sentirlo son las que se han encendido desde el comienzo.

Me pongo en la piel de los creadores y aplaudo fuerte cómo han debido trabajar en la sombra con el cliente, tiene toda la pinta de que han sabido dejarse espacio mutuo (y presupuesto) para conseguir esta épica pieza, que ahora es genial, pero mañana será inolvidable.

Japón, tan lejos y tan cerca

Siempre he sentido cierta pasión por la cultura oriental, mi primer tatuaje (ya inexistente tras el correspondiente y doloroso borrado) era un hanzi de dudoso significado, he leído y visto libros y películas de esa parte del mundo con frecuencia e incluso aprobé primero y segundo de Chino en la Escuela Oficial de Idiomas, aunque tuve que dejármelo en tercero por una mezcla del aumento exponencial de la dificultad en ese curso y la falta de tiempo para estudiar y poder seguir las clases con solvencia conforme mi empresa iba creciendo.

Nunca me he quitado la idea de viajar a esa otra zona del planeta, tan lejana y a la vez, conforme se va globalizando esto a la velocidad del rayo, tan cerca. Por eso, tas un intento fallido en 2020 por culpa del Covid, vuelvo a la carga con una idea, loca quizá, pero en la que siempre he encontrado acompañantes: viajar a una gran urbe mundial y correr su maratón.

Ya fuimos en 2014 a Nueva York, con una carrera absolutamente sobrevalorada en mi opinión, quizá por el frío polar que nos tocó sufrir, porque era mi primera maratón o por las continuas subidas y bajadas que suman un considerable desnivel (crónica aquí). Repetimos en 2015 yendo a Berlín, un paseo por la pradera, temperatura ideal, aunque a cambio te toca entrenar las tiradas largas en el pleno verano murciano y eso es un verdadero suplicio, un recorrido precioso y circular, practicamente plano (crónica aquí).

La próxima parada es Tokio, en 2025, con tiempo suficiente para prepararnos física y económicamente, es un viaje caro pero claro, es que vamos a tirarnos 10 días conociendo Japón, su cultura, sus templos, sus míticas montañas como el Monte Fuji, moviéndonos en tren bala de una ciudad a otra (Tokio a Kioto), conociendo sus lagos, balnearios y seguro que comiendo el mejor sushi que nunca hayamos probado.

Para dar a conocer este nuevo periplo, presentamos por todo lo alto el propyecto hace unos días, y gracias a los patrocinadores y colaboradores, además de un gran descuento de grupo que nos ofrece la organización, viviremos de nuevo una aventura inolvidable.

A tiempo estás de unirte a nosotros.

¿Qué, te animas?


Toda la info aquí: «Maratón de Tokio 2025»