Otoños

Todo el mundo sabe que el año no empieza en Enero. Pero tampoco en Septiembre. El ciclo anual comienza ahora, cuando el calor por fin se va y el frío obliga a ponerse en marcha de nuevo. Esta mañana ha sido la primera que veo a gente por la calle ajustándose la ropa, como si se dieran un abrazo a sí mismos, ese precioso gesto que confirma la llegada siempre sorpresiva, al menos en Murcia, del otoño.

Nueva estación y nuevo reto personal: vuelvo a estudiar chino. Sí, 13 años después de aprobar segundo en la escuela oficial de idiomas y tras haber probado el japonés para aprender a decir cuatro tonterías en el próximo viaje al maratón de Tokio, me he matriculado en tercero, desempolvando antiguos apuntes y retomando un idioma que, de tan difícil, se ha convertido en la última pelea que me empuja a recordar lo que constructivo que es ser novato otra vez. Esa incomodidad constante que, si te paras a pensar, es la única señal de que todavía sigues avanzando, de que no te has quedado estancado.

Hablando de cambios, mis hijos, adolescentes ya, están en su propio otoño. Se resisten, cuestionándolo todo y poniendo a prueba cualquier cosa que pasa por sus narices, normal, me obligo a pensar, pero qué complejo de lidiar en el día a día en casa, una plena transformación que les llevará a donde ellos quieran, sin duda y sin nosotros, sus padres que, desde la distancia, estaremos orgullosos de haber perfilado alguna parte de sus futuros caracteres. Menos mal que para este camino tengo la mejor acompañante posible. Ellos aprenden, nosotros más. Y ellos, como nosotros, como todos, continuamente empezando de nuevo, lidiando con la inestabilidad. Conociéndonos y aceptándonos.

En el trabajo la historia es distinta aunque la sensación es la misma: continuo comienzo y paradójicamente continuo cambio. El año que viene cumplimos 15 años, nada menos y, con la suerte de que nunca nada es estático, necesitamos funcionar con las mismas rutinas a nivel equipo (ya somos 15 personas), justo ahí donde la cosa se pone interesante. Los cada vez más grandes nuevos proyectos nos empujan creativamente a probar ideas que tal vez no parezcan seguras. ¡Qué preciosa ciencia inexacta! La agencia tiene su propio ciclo de evolución y el constante de cambio es lo que mantiene a todo el equipo en movimiento.

El frío que por fin asoma hoy es una señal. Madrugadas más cerradas, tardes más cortas, la oscuridad que llega temprano haciendo que todo tenga otra intensidad, otra oportunidad. Cada otoño trae la ocasión de revisar lo que has hecho y, si es necesario, cambiar de dirección. Estación perfecta para afinar el rumbo, ajustarlo o, si hace falta, rehacerlo desde cero. Porque al final ese es el verdadero significado de esta época: moverse, adaptarse y, por encima de todo, volver a empezar, pero nunca desde el mismo sitio.

Entonces, ¿todos son buenos?

Si el poso que ha quedado a mis hijos tras el último capítulo de “Lost” ha sido la frase que da título a esta columna, es que todo ha merecido la pena. Y es que es verdad, en el fondo todos son buenos, como en la vida misma y el día que entendemos eso mejoramos personal, familiar, social y empresarialmente. La vida nos lleva, nos deja actuar, nos permite decidir. Pero el final es el mismo para todos, siempre.

El segundo visionado de la por muchos considerada mejor serie de la televisión ha superado con creces la primera, cuando teníamos bebés en lugar de adolescentes. Ellos han cambiado y poder disfrutar de más de cien capítulos juntos será posiblemente recordado en su madurez como algo precioso. Los protagonistas también han cambiado, ya no solo durante las seis temporadas, que también, el paso del tiempo es sosegado en ellos y ver sus fotos actuales tras veinte años, te da un tortazo de realidad tan impactante como necesario.

Y nosotros, los padres de estos chavales que hoy tienen 16 y 15, debemos también haber cambiado radicalmente para llevar años con los recuerdos sobre esta obra maestra atrofiados, pensando que las cuatro primeras temporadas son geniales y las dos finales de relleno. ¿Qué pasaba por nuestras cabezas? La serie gana con cada minuto, con cada pieza encajada, con cada personaje. Qué absoluta maravilla es formar parte de este universo que dudo jamás sea superado a nivel de guion. Y qué actores, cómo evolucionan al compás de la serie, acabando por tener una propia fuerza de gravedad cada uno que tira para las esquinas de la pantalla, equilibrando una historia única, pero a la vez universal.

El propósito vital como leitmotiv de la trama, las cargas que cada uno arrastra, los quiero y no puedo, los mil “que pudo haber sido”, los complejos y las ambiciones, las cuentas pendientes, las ilusiones y las decepciones. Todo ello tejido de una forma tan brillante que cala hasta los huesos. Todos son buenos, todos son protagonistas principales, todos somos ellos, ellos son nosotros, nos vemos reflejados en cada acción, en cada decisión, en sus bondades y maldades.

Poco importa el humo negro, la iniciativa Dharma, el accidente de avión, la isla o el purgatorio… la escena final me ha puesto un nudo en la garganta y lagrimones tamaño XL. Un ojo abriéndose, o cerrándose según se mire, una mirada en paz y un hasta pronto, Jack.
Si no has visto esta serie, no puedes dejar de hacerlo, y si la has visto hace unos años, vuelve a hacerlo y disfruta otra vez de cómo tú mismo te sientes “encontrado”, o al menos así me he sentido yo con esta deliciosa revisión.
O quizá podamos llamarlo, iluminación.

Porque la luz que tenemos dentro es gran culpable de que todo encaje.

Largo plazo

Salvo contadísimas excepciones nada se consigue en la vida de hoy para mañana, tampoco nada se tuerce en un instante pues conforme vas creciendo y aunque el tiempo parece ir (contra-intuitivamente) acelerándose, la conclusión más plausible a la que he llegado es que la mayoría de las cosas que te suceden hoy son la consecuencia de tus actos de ayer, de lo que has trabajado ciertos aspectos de tu vida, de las metas que te has propuesto a largo, de los resultados que has visualizado. El premio, si queremos llamarlo así, no se recoge nunca hoy, sino mañana, al igual que el día del maratón recogerás la medalla que ya has ganado previamente con el entreno realizado durante meses.

El horizonte, como la línea del mar, parece inalcanzable, por más que te esfuerces en acercarte aparenta estar siempre a la misma distancia, pero eso es mentira, te lo digo yo, cada paso te une un poco más a ese destino que tú estás escribiendo en este preciso instante y no en otro. La clave está en qué objetivo te mereces, porque la displicencia de pensar que hago un poco y merezco mucho nos atolondra más de una vez. No es la primera vez que me viene a la cabeza el proverbio siguiente: “El mejor momento para plantar un árbol era hace 20 años. El segundo mejor momento es ahora”, aplicarlo cada puñetero día de nuestras vidas debería ser obligatorio pero claro, la inmediatez a la que nos estamos abocando por hache o por be (introduzca aquí su excusa) facilita la dejadez y la falta de resultados esta tarde a lo que he hecho esta mañana frustra al que no se ha trabajado con anterioridad. Así vamos mal, me temo.

Un estudiante no se gradúa en una semana, un músico no llena una sala con su primera composición, un científico no descubre algo importante en el primer día en el laboratorio, un cliente no se pierde por un aislado día sin atenderlo correctamente, un deportista no hace su mejor marca al cabo del primer año de entrenamiento, un empresario no consigue enderezar su negocio sin ahínco diario, un opositor no se saca su plaza sin estudiar con una exigente rutina, un nuevo idioma no se aprende sin constante práctica o error, la mejor campaña publicitaria no surge de la nada sin darle al coco día y noche, un filósofo no alcanza la sabiduría sin cuestionar constantemente sus propias creencias y explorar nuevas ideas. Toma castaña.

¿Obviedades? Sí. ¿Realidades que nos molestan y acomodan? También.

El cortoplacismo está limitando las relaciones de todo tipo: familiares, empresariales y sociales. Viva el largo plazo. No hay rencor, hay aprendizaje, aceptación y, por un instante, pena de los que siguen anclados allá, en aquel pasado del que nunca saldrán, en el que se sienten cómodos. Esos lugares temporales que nunca generarán un largo plazo interesante. Dejémoslos. Allí están bien.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
La Verdad de Murcia
Abril 2024

Verlo fácil

Tengo especial debilidad por un tipo concreto de personas, esa raza superior de humanos que, como ocultos superhéroes, nos rodea en silencio haciendo más fácil la vida a los demás sin que siempre nos percatemos. Por eso, hoy, esto va por ellos. Los que lo ven fácil.
Por capacidades diferentes afortunadamente todos entendemos ya que la diversidad nos enriquece en multitud de ámbitos, en amplitud de valías, al fin y al cabo esta gente de la que hablo son eso, portadores de otros dones con los que allanan el camino al resto de la humanidad.

Los tienes en tu familia, en tu grupo de amigos o en el trabajo y, con la misma facilidad que si fueran dirigidos por el entrenador del equipo deportivo, saben lo que tienen que hacer al dedillo, qué carencias suplir, qué papel desempeñar, cuando dejarse ver y cuando ocultarse. Aceptan humildemente y sin hacer mucho ruido sus tareas, pero es que además las saborean, porque no se las ha encargado nadie, ellos las quieren, las buscan y las disfrutan.
Entre un batallón de incapaces, ellos ven fácil lo difícil, hacen fluido lo que para otros es absoluta dificultad, escalan esas montañas con total sencillez. Sherpas, pastores, guías. No atrancan, que también se dice así en algún pueblo. Y la gran mayoría de las veces, con una sonrisa en la cara.

Podemos llamarles también facilitadores, cubren nuestras inseguridades y explotan así nuestras virtudes: la enfermera del centro de salud que con dulzura hace añicos la tensión del que llega totalmente alterado, el primo que siempre hace la paella, el amigo que organiza la compra y luego ya haremos cuentas, el colega que siempre ayuda en las mudanzas, la que está dispuesta a echarse una pachanga cuando sea, el que paga la primera ronda sin pedir nada a cambio, el cuñado que friega los platos mientras te invita a descansar un poco tras la comida familiar, sabe qué café tomas y de paso te lo trae mientras abres el ojo recién despertado de una reparadora micro siesta, la que goza del viaje de colegas hasta el último minuto, ese compañero de trabajo que siempre está ahí para echarte una mano anteponiendo el bien común al objetivo personal, el que hace las fotos de grupo y no sale en ninguna, la que gestiona las cenas de navidad y en la que todos confiamos a ojos cerrados, el que disfruta jugando con los sobrinos, la que va a tu casa con las pinzas para arreglar la batería de tu coche, el que te cambia la rueda pinchada de la bici o te manda ese Whatsapp de ánimo cuando todo se oscurece.

Todos somos también una de estas personas, al menos de vez en cuando, para los que nos rodean. Solo tienes que analizar un poco tu última semana y localizar eso que para ti es una migaja pero a otros les amarga la vida. Aunque ojo, si necesitas mucho tiempo en encontrar alguna faceta en la que tú actúes de esta forma, ponte rápido manos a la obra. Es gratis y no tiene precio.

Todo envejece

De vez en cuando hago limpieza de contactos en mis redes sociales, voy bajando la lista de amigos y elimino a algunos con los que no he tenido relación virtual en mucho tiempo, como para dar más protagonismo a los nuevos que voy conociendo. Hoy lo he hecho en Twitter (perdón, X) y la sensación ha sido especialmente dolorosa al encontrarme a varias personas que murieron hace poco, gente con la que mantuve conversaciones, tanto en la vida real como digitalmente, y que ya no están con nosotros. ¿Les dejo de seguir? ¿Permitiré con ese gesto que se los lleve el olvido? Alguien decía que morimos sólo cuando nadie se acuerde de nosotros, cuando no estemos vivos en la memoria de ninguno. No he sabido qué hacer, fíjate qué tontería y qué superficialidad.

Vamos evolucionando, imagino, y las redes sociales no escapan a ello. Mucha inteligencia artificial y mucha tienda online pero lo que he sentido al ver a estos difuntos en mi pantalla ha sido exactamente la misma que he sentido otras veces al ver a compañeros fallecidos en alguna foto del colegio. Eso no ha cambiado, el dolor duele, venga de donde venga, y entonces me he dado cuenta de que todo envejece, la clave es la velocidad a la que esto sucede y por tanto te afecta. El truco es ir un poco más lento que lo de alrededor, si vas más rápido estás jodido.

No hace falta mantenerse joven porque sí, sino para ir siempre un punto rezagado de lo que te tocaría, para sentirse realmente en el lugar que te corresponde, controlando lo que por delante te viene, especialemente en estos días que hacen que uno se sienta viejo, donde cada vez cuesta más entender lo que nos rodea, y eso que se supone que conforme pasan los años todo debía ir encajando, pero mientras escribo suena de fondo “Lucha de gigantes” de Nacha Pop y Antonio Vega dice desde el más allá que siente su fragilidad por lo cerca que está de entrar en un mundo descomunal. Paradójico escuchar esto en el más acá casi cuarenta años más tarde. Se puede sentir algo de impotencia, está permitido. Entonces cambia la música y aparece, de repente, Elton John y su “I’m still standing”, se abren los cielos y qué demonios, no hace falta entender todo, sólo hace falta saborearlo, a veces sin mayor conocimiento, hacer lo que esté en nuestra mano para cambiar aquello en lo que creamos, dejar la mejor huella posible en este mundo y contagiar de todo lo positivo a los que aquí se queden cuando nosotros ya no estemos. Algo que siempre, siempre, es más que lo negativo que intentan algunos continuamente transmitirnos.


Publicado en La Verdad de Murcia
Noviembre 2023

Menú del día

Durante muchos años estuve yendo a comer al mismo lugar, un restaurante normalito del centro de Madrid, muy cerca de la oficina donde trabajaba. Era una rutina, sobre las dos de la tarde alguno de los compañeros lanzaba un “¿es que nadie tiene hambre?” o parecido y todos poníamos el diario punto y seguido a nuestra maratoniana jornada laboral. Allí no salíamos a almorzar a media mañana, normal por otra parte, pues tras la pausa para llenar el buche volvíamos al tajo hasta bien entrada la noche. Nunca pensé que un día sería la última comida, de hecho hoy me cuesta recordar el interior de aquel local y cuando he pasado por allí, veinte años después, intento mirar para otro lado. Misma suerte corrieron en mi cabeza los colegas de curro, que no volví a ver jamás.

Durante muchos años estuve saliendo de marcha los jueves, era nuestro día, tampoco es que perdonáramos los viernes o sábados, pero el jueves tenía un algo especial, al menos lo que duró la carrera y los primeros e insustanciales trabajos que me permitían llegar con el sueño justo cada último día laborable de la semana. Qué mágicos eran los jueves, leches. Y de repente dejé de salir. Sin despedidas ni paños calientes. Un día dejas de hacerlo y pum, es tu última vez.

No sé por qué estos dos ejemplos tontos son hoy los que más echo de menos, sin nada especial, no hay romanticismo ni nostalgia. Y los echo de menos sólamente ahora, no lo había pensado antes, nada que ver con los seres queridos que desaparecen y su ausencia duele desde el minuto uno, éstas son morriñas diferidas, superficiales, incluso estúpidas pero que duelen, diferente, pero duelen.

Ojalá pudiera mañana repetir ese menú del día tan rutinario entonces o esa salida de jueves universitario y adolescente solo por el simple placer de saber que serán las últimas veces y así despedirme de esos recuerdos de la misma manera, de puntillas y sin hacer ruido al cerrar esas puertas.

Camino de los 50 comienzo a ser consciente de que todos, poco a poco, iniciamos sutilmente el proceso de tontear con situaciones cotidianas (como ese menú diario o ese cubata de jueves) que serán las últimas sin ni tan siquiera darnos cuenta, margen de maniobra, sin un postrero disfrute o paladeo…

Puede ser este tu último viaje en avión, tu último sexo, la última vez que corras por la arena, la última riña con tu hijo adolescente, la última vez que visites esta ciudad que te sabes de memoria, el último paseo por la noche en la playa, el ultimo madrugón para ir a trabajar o la última vez que toques la guitarra en una sobremesa en familia… O la última vez que visites a tus abuelos en el cementerio, porque mañana serás tú el visitado y ese mañana, te guste o no, está a la vuelta de la esquina.

Me ha dado por pensar en estas cosas tras los muchos y duros meses de trabajo escribiendo mi primer libro (y jurándome que será también el último por el currazo que lleva un proyecto así), en estas emociones entendidas desde el lado optimista, ya me conocéis, como una manera de seguir disfrutando, aún más si cabe, todos los pequeños placeres que la vida nos da y a veces nos empeñamos en no querer ver.

¿Cuántas pesetas son veinte duros?

Recuerdo poner una extraña mueca en la cara cuando de pequeño me contaban los mayores algunas de sus batallitas: que si antes con este poco dinero se podían comprar muchas más cosas que ahora, que aquí siempre ha gobernado este partido y no entiendo cómo de repente ha perdido su mayoría absoluta o que aquí ha nevado todos los inviernos toda la vida y ahora no cae ni gota en todo el año.

Ahora las batallitas las cuento yo, las contamos nosotros, el otro día mismamente de cena con amigos nos dimos cuenta de cuántas tonterías decimos a nuestros hijos, y qué cara de idiota se nos queda recordando cómo ayer mismo montábamos en cólera cuando eran nuestros padres los que nos lanzaban semejantes perlas.

Está el ambiente raro en Murcia últimamente, lleva nublado más tiempo de lo normal, lleva lloviendo más tiempo de lo normal. O el raro puedo ser yo, quién sabe, sabiendo que el agua de cada tarde refresca las calles y refresca el ambiente, pero a los murcianos nos deja igual, deseando que llegue el verano y el calor. Así somos aquí, allá también lo seréis, no tengo dudas. Los ciclos meteorológicos se asemejan a los políticos, se asemejan a los vitales. Todo vuelve, hasta nosotros, nos persigue el pasado viendo cómo se jubilan nuestros padres, cómo crecen nuestros hijos y cómo vuelve un clima que quizá nunca se fue, porque de memoria siempre vamos más cortos de lo que creemos, o quizá es que sabemos olvidar aquello que duele, aquello que no nos justifica, que no nos reconfirma. Ese futuro que nos aleja, sumando distancia a ese pasado que detrás de la siguiente esquina vuelve a saludarte con cara de aquí no ha pasado nada. Circulen.

Hacerse mayor es, lamentablemente, sorprenderte cada vez menos, cambie tu alcalde, llueva cada tarde de junio o tus compañeros de salida en bicicleta no sepan cuántas pesetas son cinco duros. Es ley de vida y la vida son ciclos, cuánto antes lo entiendas mejor para ti, que aquí no estarás dentro de dos o tres de ellos. Disfrútalos y recuerda cómo te atraparon antaño, porque no van a volver a hacerlo.

Me asaltan estos pensamientos extraños mientras vemos de nuevo la serie “Lost” (Perdidos) con nuestros hijos cada noche, los cuatro en el sofá. Ya la disfrutamos mi mujer y yo en su momento, cuando ellos eran recién nacidos (se llevan solo un año y medio) entre pañales, chupetes, biberones y llantos nocturnos. En este segundo visionado no puedo hacer otra cosa que verles las caras mientras alucinan, con 14 y 15 años, al ritmo de un excelente guion que también trata de los ciclos, de la vida, de ser bueno con los que tienes cerca. Así va esto, de que todo vuelve, y qué bueno que vuelva, aún mejor cuando es la primera vez para ti, que siempre para otro será una repetición.

La buena noticia es que en la vida, como en las series o en los ciclos, siempre se descubren nuevas cosas en los segundos visionados. O en los terceros. Especialmente en las obras maestras, como la que vivimos cada día.