Benditas coincidencias

La prueba a la que nos pone la vida continuamente tiene un protagonista destacado, aunque secundario en la película que vivimos, llamado azar, destino o casualidad que desviste, desnudándote, la ciencia a la que nos agarramos, la sobriedad en la que nadamos, la certeza a la que aspiramos.

Con mi hermano y con mi madre la música era protagonista en la infancia. Y el cine. Carteles de películas en las paredes, canciones en cintas del coche. Ellos me pusieron el otro día una de Joaquín Sabina, que define lo que sentimos, que se nos ha echado encima la vida, la salud, los hijos, la edad, los años y él, virando de voz y actitud, nos regala momento a veces alegres y otros más tristes que un torero al otro lado del telón de acero.

Llega a mis manos, de rebote por un tuit de un hilo de un tío que suele hablar de libros, a destiempo, al menos tenía cinco años el asunto, eso que alguien trae sin intención una idea que revoloteaba en las cabezas de muchos antes que tú, una lectura, una recomendación, un clásico que siempre me había rondado pero al que, por hache o por be, nunca me había decidido a hincarle el diente (y eso que salgo a más libro por semana): “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo.

Hemos alquilado una casa para pasar unos días en el pueblo. Está llena de libros, no te imaginas cuánto. De arriba abajo y de puerta a puerta. Entre los miles me llama la atención un puñado, que ordeno en una esquina de una de las estanterías mientras paso el dedo por las demás, dejándome llevar por una elección que puede no depender de mí. Abro el primero: “Bartleby y compañía”, de Vila-Matas, mientras me pido un licor café en mi bar preferido de Yeste. Primera página, Enrique habla de Juan Rulfo como ejemplo de su estudio, de su pena, de su mentira y su verdad mientras suena por los antiguos altavoces del local “Así estoy yo”.

Me llega por redes que Netflix (nos espían, sí, bendito sea no recibir dentaduras postizas o pañales para pérdidas de orina) está trabajando en la producción como serie de la obra mexicana. Me salta en Spotify “Whisky sin soda” del genio madrileño tras cien años sin escucharla. Siento dos escalofríos en un lapso cortísimo, agudos, de los antiguos, cuando había sorpresas. Cuando éramos genuinamente felices y felizmente ingenuos.

Dime lo que quieras, pero lo que siento mientras escribo esto hoy, en Agosto en la Sierra, no se mide con palabras, me lo están contando como a un bartleby y quizá yo solo me dedico a copiar lo que alguien me dicta. Apuesto a que soy yo mismo desde el futuro, más listo, más culto, más joven, con menos colesterol y mejor vista.

Como un “dandy con lamparones” o ese “rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuando no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar.”

Bendito verano, benditas canciones, benditos libros.

Benditas coincidencias.

Get back

No es la primera vez que me llaman cansino por algo. Y no va a ser la última. Soy de esos que cuando le da por algo lo exprime hasta la saciedad, principalmente ajena, con el consiguiente riesgo de malas caras, comentarios o cualquier otro exabrupto que, merecido posiblemente, me lanzan en esas habituales épocas de obsesión con esto o con aquello.

Mientras escribo tomo conciencia de que la mayoría de las veces que me pongo intenso tiene que ver con la música. Joder, la música. ¿Acaso existe otra cosa que consiga, con permiso del amor, revolverle a uno las tripas de esta manera? Para bien, digo. Bueno, para mal a veces también, la clave es amplificar los sentimientos y con sólo siete notas, oiga usted.

Como ya sucedió con “The last dance” de Michel Jordan, lo primero que sorprende de un documental de esta magnitud es cómo demonios han conseguido mantener en secreto semejante calidad y cantidad de metraje durante tantos años. Para despistados, estoy escribiendo sobre “Get Back”, la historia visual de la grabación de «Let It Be», el mítico álbum de los Beatles que coincide con su no menos legendario concierto en el tejado.

Todos tenemos alguna relación con los Beatles, apuesto a que alguna de sus canciones te ha llegado al alma en algún momento de tu vida. Haz memoria. Personalmente los conocí de pequeño, mi padre vivió aquello y me transmitió musicalmente los discos “Rojo” y “Azul” a los que borré el surco de tanto ponérmelos. También tuve la suerte de que muchos de mis amigos eran y siguen siendo fans, recientes conversaciones incluidas. Qué buen gusto tenemos los de 1977, ¿eh?

El documental en sí da luz sobre la relación del resto del grupo con personas externas, permite formarte, como si de una película se tratara, un retrato de la personalidad de cada uno de ellos: retrasos, discusiones y respeto, deliciosa complicidad, frustraciones y poca fe en un futuro juntos que deriva por momentos en pasotismo. Pero por encima de todo está el descomunal talento que tenían los cuatro chavales y, a los que nos gusta toquetear con música desde siempre, esa curiosa manera de componer sacándose de la chistera himnos atemporales en semejante momento de crisis grupal o los paleolíticos métodos de grabación que hasta ayer mismo existían y el tremendo mérito que ello supone.

Sentir tan de cerca al cuarteto de Liverpool es una completa maravilla. ¿Es algo largo? Puede ser. ¿Es una obra maestra? Sin duda. Para el recuerdo la kafkiana situación con la policía y como se lo toman los músicos a la intrusión en la azotea. Posiblemente los mejores, y más tristes a la vez, momentos del documental, mezclando clase a raudales y nostalgia, a toro pasado, de saber que esa sería la última vez que los Beatles tocaron juntos.

Y gracias a Peter Jackson, podemos casi sentir que estuvimos allí: We all get back.

Nacho Tomás
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Twitter: @nachotomas
La Verdad de Murcia
Febrero 2022

Arde Bogotá

Que Murcia está siendo cuna de la mejor música de España no es un secreto desde hace años, no soy tampoco el primero que se lanza a comentar la cantidad de bandas que han surgido en esta zona del país últimamente. Puede que Second iniciara el camino que posteriormente (y a la par en estos días) están recorriendo juntos Viva Suecia, Varry Brava o Funambulista (por poner ejemplos de grupos a los que me gustan y he visto en directo).

La nueva sensación patria se llama Arde Bogotá, un ciclón formado por cuatro chiquillos de Cartagena a los que tuve la suerte de disfrutar el otro día en la Plaza de Toros de la capital, dentro del festival MurciaOn, a los que desde aquí agradezco su apuesta por un cartel que mezcla las grandes estrellas comerciales con otras alternativas musicales como el hiphop o las nuevas y menos conocidas hornadas.

Llegué al concierto con las mismas ganas locas de volver a escuchar música en directo que teníamos todos, pero sin conocer nada al grupo sobre el que ahora estoy escribiendo. Ni una canción. Nada. No quise saber de ellos ni un acorde, sólo las buenas críticas que me habían llegado por diversas fuentes.

Comenzaron con una fuerza tan descomunal que por un momento me trasladó a otros momentos de mi vida musical, influencias por todos lados, pero autenticidad de sobra. Quizá esa sea la clave de la evolución del rock, porque Arde Bogotá es ROCK en mayúsculas. Iba a poner algunas de las referencias que me han venido a la cabeza, pero con cada escucha (que no han sido pocas, debo reconocer) la lista se amplía. Te lo dejo a ti, lector. Oye y disfruta.

Como si de inventar un licor se tratara, la clave de conseguir algo sabroso es destilar los orígenes de tus gustos musicales en el alambique de la creación, consiguiendo un nuevo producto capaz de trasladarte, sólo en pequeñas dosis, a otros lugares y otras épocas. Sin duda Antonio, Jota, Pepe y Dani lo han conseguido, acompañados entre bambalinas por Lalo. Entre todos han alcanzado que la sensación del directo sea acojonante, luego llegas a casa, les escuchas en estudio y siguen a la altura con creces. No es sencillo sonar tan bien dentro y fuera.

Cuánto echábamos de menos en directo estos guitarrazos, la consistencia de la batería, las líneas machaconas del bajo y el vozarrón de un frontman que tiene en todo momento controlado el ritmo del show, concentrados en lo suyo, contundentes, precisos y con estilazo. Frescura y experiencia, valga la paradoja. Se dice pronto, pero qué complicado mezclar todo con semejante eficacia. Parece que la banda lleve tocando toda la vida y sólo tienen veintipocos, el futuro es suyo.

Parafraseando el título de su debut: Actitud les sobra y tienen por delante todo el tiempo del mundo. Que estos tíos van a triunfar lo saben hasta en el exoplaneta 571-/9A.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
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La Verdad de Murcia

Junio 2021

El folklore era esto (con perdón)

Llega una edad en la que no molesta reconocer los errores que uno comete. No es que no moleste, es que hasta te sientes bien al hacerlo, te liberas y creces al mismo tiempo. Y no solo de errores crece el hombre, de prejuicios y taras educativo-culturales vamos tan bien servidos que pasar por encima de ellas se convierte en el ciento diez metros vallas de nuestra generación.

Me ha sucedido, más que nada, política, económica, espiritual y musicalmente. Sobre todo en esto último, pues alguien que ha basado una buena parte de su crecimiento personal en la música se cree muchas veces en posesión de la verdad absoluta en este campo. No soy, afortunada o lamentablemente, el único. Lo comento alrededor y sí, asentimos con media sonrisa en la cara, mezcla de autocompasión y madurez, suma de experiencias y capacidad de, por fin, aceptar que vamos bien orientados.

Ya con Rosalía tuve una interesante lucha interior entre lo que sentí al escucharla por primera vez y lo que mi inconsciente pensaba que debía sentir. Duró poco el asalto, el KO de “El mal querer” fue tan demoledor que aún me estoy recuperando. Y cuando pensaba que salía del shock va y aparece “El madrileño” de C. Tangana en mi Spotify. Joder, qué pelotazo. Esto no te puede gustar, no caigas otra vez, no se te ocurra reconocerlo. Pues mira, creo que si no es disco del año poco le debe faltar. Una sucesión de rotundos latigazos aderezados con unos vídeos a la altura de los mejores cortos que he visto, obras maestras en forma de películas en miniatura que maximizan el impacto musical de unas producciones de altísimo nivel. Y como guinda, ese guiño cuádruple que se acaba de sacar de la manga en ese “concierto” con sobremesa cayendo el sol, el mejor giro de cámara que he visto en años y unas versiones de sí mismo retorciendo y fusionando con total desenvoltura un octeto de cuerda con unas palmas flamencas y Bizarre Love Triangle de New Order.

El resto de artistas (ojo a las colaboraciones) no son tontos y se han dejado ligar por Pucho, su estilazo y autenticidad que, a años luz de lo que muchos somos o querríamos ser, nos lleva de la mano a instantes memorables, escenas cotidianas que levitan uniendo el cante con los sintetizadores o la música clásica con una botella de Anís del Mono. Me siento más identificado de lo que me cuesta creer con esos paisajes, esas escenas de la España rural, estos samples de la música tradicional de mi país. El folklore, me perdonen los puristas, era esto. Maravilla eterna.

Igual la música es lo que necesita nuestra sociedad para evitar la continua crispación que nos rodea. Porque una vez que creces y te quitas los prejuicios es imposible no estar de acuerdo en lo maravilloso que es introducirte en el viaje sensorial que un temazo te produce, relativizando, aunque sea por un momento, la caspa en la que algunos se encuentran como pez en el agua y con la que quieren salpicarnos. Si yo me he dejado embaucar por el trap ya todo es posible.

Algunos tenemos fe. Musical o políticamente.

Nacho Tomás
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La Verdad de Murcia

Mayo 2021

El precio de la genialidad

Parece claro que no hay una pauta para localizar a alguien a punto de fundírsele los plomos mentales, todos podemos ante o después ser víctimas de una pérdida irreparable de las capacidades intelectuales aunque espero, pues pienso en ello mucho, que no sea de un día para otro. Sin haber un patrón, sí creo que la genialidad extrema es poco amiga de la cordura, o quizá sea la obsesión por la perfección que conduce a la erudición un camino que te condena en su búsqueda.

El cine, como siempre, aderezando con maestría lo que fue o pudo ser, nos trae varios ejemplos de lo que intento explicar. Ayer (re)vimos Amadeus en familia y todo se desencadenó en mi cabeza, metiendo en la coctelera las vidas no sólo de Mozart o Beethoven (Amor Inmortal) sino de Nina y Andrew, los protagonistas de Cisne Negro y Whiplash, bailarina y batería, respectivamente. Los cuatro enormes genios y enormes trastornados, cada uno en lo suyo, salvando las distancias y permitiéndoseme las licencias que este espacio me da.

Entiendo que cuando cualquier sana prioridad se deforma al extremo que muestran estas cuatro obras maestras, la bola de nieve acaba siendo tan grande que se convierte en imparable, sacrificando familia y salud, arrasando por el camino amistades, riqueza y, paradójicamente muchas veces, la propia genialidad que, con suerte, volverá en forma de fama siglos después. El precio a la locura lo paga la chispa, el ingenio o, como decía Antonio Salieri en Amadeus, la capacidad de hablar con la voz de Dios.

Por cierto, los dos actores principales de Amadeus, Tom Hulce (Mozart) y F. Murray Abraham (Salieri) compitieron al Óscar al mejor actor en la misma película, algo que sólo ha pasado otra vez en los últimos treinta años, con Geena Davis y Susan Sarandon en “Thelma y Louis”, aunque las dos chicas se quedaron a dos velas frente a Jodie Foster con “El silencio de los corderos”.

Qué geniales también los que dirigen estas delicias, Milos Forman, Bernard Rose, Darren Aronofsky y Damien Chazelle, apuesto a que pagaron un alto coste personal y emocional en el intento, como el mío que me acabo de enterar de que uno de ellos fue el culpable del legendario videoclip “Smalltown Boy” de “Bronski Beat”.

Qué genialidad, al final todo está siempre conectado y sólo es cuestión de priorizar.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia

11 de noviembre de 2020

New June Day

No sé qué tiene junio que me pone las pilas. Tirando para atrás la vista razones hay que parecen evidentes: final de clases, adiós a los exámenes, verano tras la esquina, tres meses de locura… Y septiembre de resaca general. Tiempos memorables. ¿Pero y ahora que trabajo hasta bien entrado julio y con los hijos en casa desde ni se sabe, qué sentido tiene activarse igualmente? Será que en junio cumple años mi madre, tenemos la noche más corta del año y el sol abrasa que da gusto. Sí, dadme calor, no soporto el frío.

Junio como argumento. Junio como respuesta. Junio como lugar para quedarse ilusionado por lo que viene y satisfecho por lo que has hecho hasta la fecha. Junio como impulso, como refugio, como limbo. Porque todos sabemos que el año no acaba en diciembre. Acaba en junio y enero es una segunda parte. De las malas.

En junio compuse por primera vez una canción, con el ordenador y un programa que corría en MS-DOS, el sistema operativo precuela de Windows 95 (te veo asintiendo mientras me lees, viejales), la titulé “New June Day”, y bajo el seudónimo de Likuid como si de una premonición se tratara, pasó a formar parte de la vida de muchos amiguetes que teníamos en aquella época en el mIRC, un ensayo general de red social a modo mensajes en la que pasábamos varias horas al día, charlando por temáticas. La mía, música preferiblemente. Compartíamos bases rítmicas y otro le ponía la línea de bajo o el piano. Era la misma época memorable, finales de los 90, en la que podíamos tardar una noche entera en recibir un archivo que pesaba menos de lo que ahora ocupa una foto enviada por Whatsapp instantáneamente. Esos colegas virtuales que me decían que la grabaron en cinta de casete y se la ponían para salir de fiesta en sus coches noventeros.

Con esa canción comenzaba el primero de los tres discos (por llamarlos de alguna forma, más bien eran un recopilatorio de temas terminados entre los miles que se quedaron a medias), que publiqué entre 2001 y 2007 y que fueron utilizados para cortometrajes, páginas web y vídeos corporativos.

Vuelve junio y vuelven mis ganas de componer música, pero esta vez dejo de lado el teclado MIDI y los secuenciadores digitales, lanzándome a la guitarra acústica como signo de la madurez que sin remedio nos llega a todos.

Disfruten de junio, que el año se acaba.

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
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Artículo publicado en La Verdad de Murcia
10 de junio de 2020

Cabeza, rodillas, muslos y cadera

A veces algo explota y se contagia (con perdón) a través de estratos tan diferentes que asusta, salta plataformas, cruza canales, atraviesa medios y te pega de lleno en la cara. Casi nunca tienes la suerte de que sea algo bueno, digno de ser recordado, casi siempre pasa sin pena ni gloria de consumido a olvidado. Un fogonazo y ya, fin del asunto.

Otras veces en cambio suena la flauta de tu interior y se pone en marcha el ciclo oídos, cerebro, recuerdos y pelos de punta, sabes desde el principio que algo te va a dejar KO una larga temporada, algo se te va a mover por dentro un tiempo. Estás de suerte.

Sin duda “René” de Residente ha sido el último ejemplo de esto que hablo: un bombazo que se ha difundido por tierra, mar y aire. Me ha llegado por todo tipo de gente, de muy distinta edad y orientación musical. Y menos mal, porque tenemos una joya delante y la capacidad de poder disfrutarla como del Cometa Halley: muy infrecuentemente.

Una canción que nos ha conquistado a todos por lo que cuenta, que aun siendo a modo autobiográfico, hace pupa personal a cualquier alma dispuesta a sentirse identificada. Pero también nos ha ganado por la música y el vídeo que le acompaña, una obra maestra, finalizando en una fusión con la percusión de Rubén Blades entrando y saliendo con una majestuosidad digna de ser analizada en clase de Arte. Todo aderezado por la voz de una madre a modo de nana infantil que rebusca en ese rincón lejano de tu mente para sacar de los pelos la melancolía, entre lagrimillas y dolor de garganta. De allá a aquí. De ayer a hoy.

Una canción para echar la vista atrás sopesando cuántos errores nos han hecho falta para estar hoy donde estamos. Cuánto duelen algunas cosas y cuánto alegran otras. Cuánto ruido y cuánto silencio. Cuántos años y cuántas vidas. Cuántos miedos y valentías que no sabíamos ni que teníamos. Qué precio estamos dispuestos a pagar. Qué orígenes y qué destinos. Qué duro y real es el aquí.

Decía alguien que no hay más verdad que la felicidad que proporciona la infancia. Quizá por eso nos ha llegado tan al alma. Qué idealizado tenemos el allá. Allá en la niñez no hay problemas, no hay prioridades, no hay objetivos. Allá no hay errores ni hambre, no hay más que fiestas de cumpleaños, bicicletas, amigos y un número de teléfono al que llamar en caso de emergencia y desde el que si me contestan, quiero decirles, que a veces me sube la presión y tengo miedo que se caiga el avión.

Nos has dejado tocados, René. Touché.

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
11 de marzo de 2020