¿Por qué tantas empresas mueren jóvenes?

En 2025, N7 cumplirá 15 años. Y no es solo una cifra, es una declaración de intenciones. En un país donde más del 60% de las empresas no superan los cinco años y apenas el 30% llegan a los diez, cumplir tantos ya no es casualidad, es el resultado de decisiones difíciles, trabajo constante y una buena dosis de capacidad de adaptación (con algo de audacia e intuición, no cabe duda). Cada año que pasa es una prueba superada, un recordatorio de que, a pesar de las dificultades, seguimos aquí creciendo, aprendiendo y, sobre todo, disfrutando del camino.

Cuando arrancamos en 2010, el panorama era muy distinto. Las redes sociales apenas comenzaban a dar sus primeros pasos y la digitalización del marketing sonaba más a futuro que a presente. Ahora todo ha cambiado y, con ello, la manera de comunicar y conectar con los clientes. Desde el principio, entendimos que adaptarse no era suficiente: había que anticiparse. Mantenerse actualizado en un sector que no deja de moverse es fundamental, pero también lo es saber rodearte de las personas adecuadas. En estos casi quince años, he visto cómo el mundo de la publicidad pasaba de ser un terreno bastante estable a convertirse en un lugar donde todo cambia a velocidad de vértigo. Y aunque me gustaría decir que lo teníamos todo previsto, la verdad es que no. Simplemente, hemos ido adaptándonos. Aprendimos que no basta con ser bueno en lo que haces; tienes que estar dispuesto a reinventarte cada vez que las reglas cambian. Y cambian continuamente.

La realidad es que sacar adelante una empresa no es una aventura heroica ni un cuento inspirador. Es algo mucho más mundano y agotador: es un ejercicio continuo de aguante, pragmatismo y decisiones difíciles. No hay un momento en el que sientas que ya lo tienes todo bajo control, ni un punto en el que te relajes. Lo único que cambia es que aprendes a convivir con la incertidumbre y a gestionar mejor el desgaste.

Pero si hay algo que realmente marca la diferencia, no son las estrategias, ni las herramientas, ni siquiera el producto. Son las personas. Mi equipo es el motor de N7. No somos muchos, pero somos los necesarios. Quince personas comprometidas que han sido clave para nuestra trayectoria. Aquí no hay jerarquías eternas ni títulos intocables: todos somos imprescindibles, pero ninguno es insustituible. Más allá de las estrategias, las tecnologías o las herramientas, cuidar a las personas que te rodean es lo que realmente marca la diferencia.

El crecimiento también ha sido una de nuestras apuestas, siempre desde la sostenibilidad y sin prisas, priorizando la calidad sobre la cantidad y apostando por relaciones a largo plazo con nuestros clientes. Nos hemos permitido decir “no” cuando algo no encajaba y enfocarnos en lo que realmente aporta valor. También he aprendido a no dejarme llevar por la obsesión de crecer por crecer. Durante los últimos años hemos aumentado la facturación continuamente, sí, pero siempre con una idea clara: no queremos ser los más grandes, queremos ser los mejores en lo que hacemos. Crecer no es una meta, es una consecuencia. Y hacer crecer al equipo al mismo ritmo. No tomamos decisiones pensando en números rápidos, sino en relaciones duraderas, y quizá por eso, muchas de las empresas con las que empezamos hace más de una década siguen hoy a nuestro lado.

Y luego está la marca. Porque, si algo he aprendido en este sector, es que lo único que diferencia a una empresa de otra es lo que representa, lo que transmite y lo que la gente espera de ella. Trabajar en nuestra propia marca ha sido tan importante como hacerlo para los clientes. Es un ejercicio de honestidad: predicar con el ejemplo y construir algo que no solo funcione, sino que también te haga sentir orgulloso. Cuando miro hacia atrás, veo errores, momentos de duda y decisiones que cambiaría. Pero también veo crecimiento, no solo de la empresa, sino personal. Porque al final, dirigir un negocio no es solo aprender a ganar; es aprender a perder, a levantarte rápido y a no dar nada por hecho. También participar continuamente en cursos, conferencias y eventos me ha permitido no solo compartir conocimientos, sino aprender de otros sectores y puntos de vista. Esto, al final, se traduce en nuevas ideas, nuevas estrategias y nuevas formas de abordar los retos.

Quince años no son un punto de llegada, ni mucho menos. Es más tiempo del que la mayoría consigue, pero tampoco es garantía de nada. Cada día seguimos peleando, tomando decisiones y, sobre todo, aprendiendo. Porque si algo tengo claro es que, aunque las empresas no tienen por qué durar para siempre, la forma en la que las llevamos dice mucho de nosotros. Así que, ¿por qué tantas empresas mueren jóvenes? Porque esto no es para todo el mundo. Y no pasa nada. Pero si decides intentarlo, ve con todo pues “…los grandes éxitos resultan de trabajar y saber esperar…”

Al final lo que cuenta no es cuánto tiempo dura una empresa, sino cómo decides vivirla mientras existe.

¡Y ahora vamos a por la mayoría de edad! ¿Nos acompañas?

Una peli para trabajarte

Hay que reconocer que esta gente sabe hacer películas. Saben qué botones tocar en las pantallas, en los dibujos y, por encima de todo, en nuestro interior. Como la buena música, que te lleva hacia las sensaciones que ella quiere, jugando contigo como una hoja rendida a los deseos de ese pequeño remolino de aire que se forma en la esquina de una calle.

La segunda parte de «Inside Out» (traducida como «Del revés» en España) es una joyita más mental que cinematográfica, aunque también pues últimamente los guionistas saben que a las salas de cine van familias enteras (por cierto estaba casi lleno nuestro pase, no recuerdo la última vez que veía algo así, maravilla) a disfrutar juntos pero de manera diferente lo que con maestría saben exponernos estos genios de Pixar y/o Walt Disney. Para tomar nota también la maravillosa campaña de marketing a nivel internacional en general y en España en particular, con un elenco de dobladores elegidos con ojo clínico: Michelle Jenner, Rigoberta Bandini, Chanel o Gemma Cuervo, entre otros.

A los cinco sentimientos básicos de la primera parte: alegría, tristeza, ira, miedo y asco, se suman, al tiempo que la protagonista ha pasado de la niñez a la adolescencia, otros cuatro protagonistas, magistralmente conseguidos: ansiedad, vergüenza, envidia y algo llamado «ennui» que representa ese tedio vital que sienten los jóvenes en algunos momentos de su vida. Mención aparte a la anciana nostalgia que aparece un poco a destiempo, dando a entender en un par de escenas muy graciosas especialmente para los padres, que tendrá un papel más importante en las siguientes secuelas, que las habrá más que seguramente.

La película es maravillosa porque explica perfectamente (al igual que los viejales de mi generación entendemos que el cuerpo humano venía representado por aquella mítica serie de dibujos animados de los ochenta) cómo entre todos estos sentimientos se va forjando la personalidad de una persona, cómo entre todos ellos generan sensaciones más complejas como el sarcasmo y cómo el correcto equilibrio entre todos puede hacernos mejores personas, dejando entrar a cada una de ellas en ciertos momentos de nuestra vida para compensarnos.

Especialmente duro para los mayores un par de escenas en las que «alegría» sufre al sentirse impotente e irremediablemente te tienes que ver reflejado en ello.

Fuimos a verla los cuatro, nuestros hijos ya tienen 16 y casi 15, edad parecida a la de la protagonista, Riley Andersen, espejo en el que mirarse y comprenderse en más de una de las numerosas y bien llevadas escenas. Ojo a sus padres, para troncharse cuando nos metemos en sus cabezas, con las mismas pero tan diferentes emociones guiando sus cerebros. Buenísimo.

Una película para pensar, y para mejorar, para conocernos y que puede servir de instrucciones en ciertos momentos complicados que todos pasamos a diario en nuestras vidas, en nuestros trabajos y con nuestras familias.

Al salir estuvimos comentando qué peso tiene cada uno de los sentimientos (asociados además a muy acordes colorines) en nuestras únicas personalidades y cómo todos aportan en su justa medida para el fluir comunitario.

Un buen ejercicio el de ponerte porcentaje a cada uno de ellos, yo creo que lo tengo bastante claro, la clave está en conocerte y, de paso, intentar trabajarte.

Lo que me ha enseñado el japonés

¡Si es que no tengo tiempo!

Todos intentamos convencernos habitualmente a nosotros mismos de que estas palabras son verdad, nos damos excusas para no afrontar la realidad de que únicamente es cuestión de organizarse un poco cuando realmente queremos hacer algo y encontraremos el tiempo para ello. Otra cosa es que nos engañemos por falta de interés o por presiones externas que manchan las decisiones.

¿Cuántas veces has escuchado esta frase, ya sea de tus propios labios o ajenos? Yo también me lo digo, aunque intento hacerlo menos cada día, convirtiéndolos en intensos y con elecciones auténticas e implicadas, por eso hace mucho tiempo que no me meto en proyectos nuevos, solo me entrego a lo que me gusta y me aporta, o a nuevos retos personales que encajen en mi tiempo libre, que os aseguro no es mucho. Y si no hay tiempo, porque las 24h dan para lo que dan, hay que priorizar y sacar alguna cosa de esa caja temporal que todos tenemos bien llena, dejando hueco a otras que reclaman su sitio.

Ayer realicé el examen final del curso de japonés que este año me propuse realizar en la Escuela Oficial de Idiomas, con pico y pala he sacado espacios de debajo de las piedras para ir a (casi) todas las clases, estudiar, practicar tanto la escritura como los listening, el vocabulario y la compleja gramática nipona, aprobado con notaza, por cierto. Y sí, claro que he tenido que sacrificar otras cosas a cambio, pero la vida es mutable y gracias a Dios somos seres humanos libres para decidir en qué gastar nuestro valioso tiempo libre en hacer deporte, ver una serie, aprender un idioma, tocar la guitarra, tumbarnos en el sofá a no hacer nada o tocarnos los cataplines, que también hay que descansar, por supuesto.

El japonés tiene infinitas características únicas, comenzando por sus tres modos de escritura: hiragana (el silabario para palabras de origen japonés), el katakana (otro silabario usado principalmente para palabras de origen extranjero y que, en mi opinión, posiblemente no real, lo usan para no manchar su historia y su lenguaje con ciertos conceptos “importados”) y finalmente los famosos kanjis, esos caracteres de origen chino que son conceptos en sí mismos. Tres ejemplos:

  • Hiragana: ありがとう / Arigatō / gracias
  • Katakana: ハンバーガー / hanbāgā / hamburguesa
  • Kanji: 食べます / tabemasu / comer

Aprender un idioma, como bien argumentaba la película “La llegada”, te abre la mente hacia nuevos niveles de conciencia y percepción de lo que te rodea, la vida se entiende diferente en cada idioma y más aún cuando te introduces en los orientales, que no tienen nada que ver con los más usados en esta parte del mundo. Aprender japonés además, me ha enseñado a ser un poco más paciente, a practicar la constancia, y a desempolvar la escritura, algo que con tanto teclado de ordenador y móvil, se me estaba olvidando.

Lo que empezó como una tontería para saber decir tres chorradas en mi próximo viaje al Maratón de Tokio se ha convertido en un reto que probablemente continúe realizando el año que viene.

Termino con otra interesante enseñanza del idioma japonés: 忙しい (isogashii) significa «estar ocupado», pero la composición del kanji tiene una sorpresa escondida, compuesto de dos partes: alma, corazón o espíritu por un lado y perder por el otro.

Así que estar ocupado, para un japonés, significa perder el alma. Tomemos nota.

Menú del día

Durante muchos años estuve yendo a comer al mismo lugar, un restaurante normalito del centro de Madrid, muy cerca de la oficina donde trabajaba. Era una rutina, sobre las dos de la tarde alguno de los compañeros lanzaba un “¿es que nadie tiene hambre?” o parecido y todos poníamos el diario punto y seguido a nuestra maratoniana jornada laboral. Allí no salíamos a almorzar a media mañana, normal por otra parte, pues tras la pausa para llenar el buche volvíamos al tajo hasta bien entrada la noche. Nunca pensé que un día sería la última comida, de hecho hoy me cuesta recordar el interior de aquel local y cuando he pasado por allí, veinte años después, intento mirar para otro lado. Misma suerte corrieron en mi cabeza los colegas de curro, que no volví a ver jamás.

Durante muchos años estuve saliendo de marcha los jueves, era nuestro día, tampoco es que perdonáramos los viernes o sábados, pero el jueves tenía un algo especial, al menos lo que duró la carrera y los primeros e insustanciales trabajos que me permitían llegar con el sueño justo cada último día laborable de la semana. Qué mágicos eran los jueves, leches. Y de repente dejé de salir. Sin despedidas ni paños calientes. Un día dejas de hacerlo y pum, es tu última vez.

No sé por qué estos dos ejemplos tontos son hoy los que más echo de menos, sin nada especial, no hay romanticismo ni nostalgia. Y los echo de menos sólamente ahora, no lo había pensado antes, nada que ver con los seres queridos que desaparecen y su ausencia duele desde el minuto uno, éstas son morriñas diferidas, superficiales, incluso estúpidas pero que duelen, diferente, pero duelen.

Ojalá pudiera mañana repetir ese menú del día tan rutinario entonces o esa salida de jueves universitario y adolescente solo por el simple placer de saber que serán las últimas veces y así despedirme de esos recuerdos de la misma manera, de puntillas y sin hacer ruido al cerrar esas puertas.

Camino de los 50 comienzo a ser consciente de que todos, poco a poco, iniciamos sutilmente el proceso de tontear con situaciones cotidianas (como ese menú diario o ese cubata de jueves) que serán las últimas sin ni tan siquiera darnos cuenta, margen de maniobra, sin un postrero disfrute o paladeo…

Puede ser este tu último viaje en avión, tu último sexo, la última vez que corras por la arena, la última riña con tu hijo adolescente, la última vez que visites esta ciudad que te sabes de memoria, el último paseo por la noche en la playa, el ultimo madrugón para ir a trabajar o la última vez que toques la guitarra en una sobremesa en familia… O la última vez que visites a tus abuelos en el cementerio, porque mañana serás tú el visitado y ese mañana, te guste o no, está a la vuelta de la esquina.

Me ha dado por pensar en estas cosas tras los muchos y duros meses de trabajo escribiendo mi primer libro (y jurándome que será también el último por el currazo que lleva un proyecto así), en estas emociones entendidas desde el lado optimista, ya me conocéis, como una manera de seguir disfrutando, aún más si cabe, todos los pequeños placeres que la vida nos da y a veces nos empeñamos en no querer ver.

Deporte y trabajo, efecto sinergia

El momento de atarte las zapatillas de deporte tiene algo de místico, no os riais, algo de conexión interna con uno mismo, algo de impulso propio, de lanzarte a una rutina que, por muy repetida que sea, siempre aporta algo nuevo. Cada entrenamiento es diferente, cada trote cochinero, cada salida grupal con colegas del club. Lo asocio a la ilusión.

Ya sea por motivos de rendimiento deportivo, de salud o de afán competitivo, hacer deporte me ha ayudado tanto a nivel personal y laboral en mi vida que espero poder seguir haciéndolo siempre. La sinergia que proporciona sumar por separado las facetas que dan un resultado mayor que las partes que lo componen.

Con los altibajos lógicos que provoca la carga de trabajo y las responsabilidades (y placeres familiares), siempre he intentado mantenerme medianamente en forma, por salud física y por bienestar mental. Entrenar me ayuda a focalizarme en algo durante más tiempo, en estos días y entornos de atenciones incompletas y momentos efímeros, salir a correr una hora por el monte aporta una serenidad y relajación que no encuentro en otros sitios.

No valgo para hacer yoga ni para meditar (el TDAH juega en casa conmigo) y los únicos otros momentos de completa desconexión son las series en familia o los atracones de lectura en privado (ahora mismo llevo en danza cuatro libros al mismo tiempo), por eso el deporte diario es como una medicina.

Veía lejos volver a ponerme un dorsal, pero un calentón, qué típico, me lanzó a hacer el 10k de Murcia la semana pasada. Sin entrenamiento específico, pero con un buen estado de forma de fondo, me tiré al precioso recorrido por las calles de Murcia comenzando a un ritmo lento pero seguro, apretando conforme caían los kilómetros y las piernas seguían respondiendo. Camino de los cincuenta hacer menos de cuarenta y cinco minutos en esta prueba me supo a gloria.

Ahora disfruto con estos pequeños placeres, usando como terapia el deporte, complemento perfecto para agendas laborales estresantes. Ahora disfruto de una salida con mi hijo al lado en bici, parándome las veces que sean necesarias, sin calculadora de tiempos al lado, sin objetivos, disfrutando. Aunque debo reconocer que siempre he disfrutado, hasta cuando la boca me sabía sangre tras una sesión criminal de mi hermano en la pista de atletismo.

Ahora disfruto de un trote lento por el momento mientras me pilla la noche, de tomarme unas cervezas si hace falta el día de antes, sin remordimientos ni obsesión por mejorar unas marcas que ya no creo que alcance nunca. Ni falta que hace. El deporte, en ese sentido, también ayuda a entender el paso del tiempo, a aceptarse mejor uno mismo.

Veía lejos volver a hacer una media o un maratón, pero ya tengo en el calendario las dos siguientes muescas a la vista: Ibiza y Tokio nada menos.

Serán diferentes, serán memorables, serán místicas, de conexión con uno mismo, de impulso propio.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Publicado en La Verdad de Murcia
Febrero 2023

Antes de tiempo

El cuerpo pide, a veces le das, otras le niegas. La ética y el instinto luchando desde siempre dentro de nosotros. Las ganas y el freno. Si fuéramos animales, alejados de estos dilemas morales, quizá viviríamos más felices, disfrutando de cada simple placer en el santo momento en que nos diera la gana. Pero somos humanos, social y culturalemente moldeados por un entorno que, ayudando en la mayoría de ocasiones, pervierte y deforma algunas personalidades como un corsé, hasta el punto de generar peligrosos monstruos como la frustración o el desánimo por un lado o la soberbia y la dependencia por el contrario. Pocas veces en la vida nuestros tiempos internos andan al paso de los externos, acentuando esa desagradable sensación de no estar nunca del todo en nuestro sitio. Aunque, ¿cuál es nuestro sitio?

«Cuando seas padre comerás huevos» define fielmente el asunto de lo asíncrono que nos rodea cuando queremos hacer algo antes de tiempo, situación repetida continuamente en nuestra infancia y adolescencia, en la que la educación, la sociedad o simplemente la gente que nos rodea moldean o trastocan lo que sin ellos al lado podrían ser otros momentos, otras acciones u otras necesidades. Aunque, ¿cuándo es antes de tiempo?

La vida es como una rayuela pintada en el suelo: normalmente todos la atravesaremos saltando, muchos en orden, otros comiéndose algunas casillas que representan las habituales experiencias que la existencia nos proporciona: primer recuerdo, primer amor, primer trabajo, primera borrachera, primer hijo, primera gran pérdida familiar, primer gran problema real… Y cada uno de esos momentos vivido por cada uno de nosotros en el lugar temporal que le corresponde. Sea cuando sea en cada caso. Las cosas vienen cuando vienen, como mucho podrás intentar ajustar un poco previamente, ¿pero de qué vale echar la vista atrás y lamentarse? ¿Quién barema los plazos? ¿Quién puede ordenar el orden?

Algunos dicen que no hay nada peor que hacer las cosas antes de tiempo, yo creo que el gran problema actual reside en no hacerlas, o peor aún, en hacerlas después de tiempo, a trompicones y con el ansia que nunca conduce a nada pero nos guía más veces de las que debiera.                    

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Twitter: @nachotomas
La Verdad de Murcia
Diciembre 2021

Limpiando por dentro para brillar por fuera.

El otoño ha llegado esta mañana. Salgo a la calle y respiro el día. Camino tranquilo, los miércoles son suaves laboralmente hablando. Envidia de lunes y espejo de viernes. Parece que refresca. Cuando el termómetro baja de 20 grados para los murcianos huele a invierno. Huele a nuevo. Me viene a la cabeza la primera vez que escuché «winter is coming», también en un septiembre aunque catorce años atrás cerveza en mano en Múnich, disfrutando del Oktoberfest con mi mejor amigo. Menuda rasca.

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A lo lejos distingo una cara. Viene andando hacia mí. Creo que aún no me ha visto. Fuimos compañeros de trabajo hace mucho tiempo. Nunca amigos. Esa relación con conocidos que baila entre la amistad y el sencillo saludo levantando la barbilla. En los siete segundos que tardará en llegar a mi altura tengo tiempo de sobra para analizar lo que sucedió. Tuvimos un enganche laboral por culpa de un cliente que nos mareó a ambos. Los dos estrenábamos cartera en esa empresa y la ambición de juventud actuó de pólvora. No volvimos a hablar nunca. El orgullo de la novedad. La pena de no valorar adecuadamente las cosas en directo. No recuerdo quién se llevó el gato al agua ni cómo fue en detalle la incómoda situación, pero algo dentro de mí salta y me pide que actúe. Siete segundos. El cuerpo manda. La cabeza obedece.

Le paro. Se sorprende. A bocajarro le pido perdón, sin añadidos ni excusas. Sin por qués.

– «Perdona tío, fui un capullo.» – Nervios.

– «Yo más» – dice. Y sonríe. ¡Qué sonrisa! Fuera nervios.

– «¿Qué tal todo, familia, trabajo? – Topicazos.

– «Te invito a un café y nos ponemos al día.» – Triunfo.

Apago el móvil y escucho. Y escucha él. Nos damos la mano. El apretón de manos más sincero que doy en meses. Nos despedimos prometiendo volver a quedar algún día. Nos llamamos, ¿vale? Claro tío, hablamos.

Quizá nunca lo hagamos, pero nos hemos quitado un peso de encima. Un simple gesto que nos hace comenzar el día con otra cara, con otro ánimo. Con la tranquilidad de una conciencia un poco más limpia. Y qué fácil. Nos hemos limpiado por dentro. Se nos ve brillar por fuera. La gente se da cuenta y nos mira sin pudor. Facilísimo.

Decido ponerlo en marcha con todas las astillas que tengo (tenemos) clavadas. Será un trabajo arduo, pero la recompensa brilla tanto que sin duda merece la pena. Y por los ojos con que nos hemos mirado sé que él (puedes ser tú) también se pondrá manos a la obra.

Siete segundos. Una eternidad.

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
www.nachotomas.com
Artículo publicado en La Verdad de Murcia el 21 de Septiembre de 2016