Decisiones espejismo

Suelen aparecer en estas fechas instantes proclives a que uno se sienta algo así como en deuda consigo mismo, como si por arte de magia cobrasen especial peso justo ahora algunas de las normalidades que nos rodean, pero pasan desapercibidas en otros momentos del año. Como si fuera obligatorio pararse a pensar con ahínco, sentarse a valorar con más razones, poner en una balanza lo bueno y lo malo, lo que querrías mantener o eliminar, obligándote, erróneamente con mucha probabilidad, a tomar una decisión que sólo pueda ser maravillosa. Como si eso fuera fácil. Como si las musas estuvieran sólo de guardia ahora.

Intuyo que precisamente esta deriva, habitualmente empujada por los cortos días que de pronto nos golpean entre Nochebuena y Nochevieja, produce justo lo contrario: una necesidad de limpiar algo que puede no estar sucio, provocando irresponsables, e innecesarios por otra parte, actos y decisiones que, disfrazadas de valentía, no llegan vivos a la primera semana del próximo año. Y encima frustran.

Nacer muerto es un problema y cuando la idea se gesta malforme no solo aturulla al que la ha parido, sino a los que la esperaban con ramos de flores y globos de colores. La lista de propósitos de fin de año es el gran ejemplo anual pero tú sigues fumando, bebiendo, perdiendo el tiempo en Instagram, sin llamar a tu ex primo preferido, pagando todavía la cuota del gimnasio y sin ponerte las zapatillas de deporte más que para sacar al perro.

En el desierto le ponen nombre claro y son reconocibles desde la distancia, te engañan y te fuerzan a seguir un camino con destino muy distinto al que crees estar enfocando tus pasos, formando parte de esa ilusoria fuerza de grupo que proporciona el rebaño. En el desierto les llaman espejismos.

Y eso son las decisiones que nos proponemos, henchidos de falsa felicidad, tomar en esta época del año solo por estar en esta época del año, no por su importancia o relevancia en tu vida hoy. Son espejismos que cuando el sol va bajando desaparecen.

Por eso, en este Día de los Inocentes y tras escribir a mano todo lo anterior, le he preguntado al ChatGPT sobre su lista de propósitos de año nuevo (la inteligencia artificial que está revolucionando el sector) y esto es lo que me ha respondido de manera literal: Ejercitarse regularmente, comer de manera más saludable, ahorrar dinero, reducir el estrés, mejorar relaciones, aprender algo nuevo, enfocarse en el trabajo, viajar más, ahorrar tiempo y ahorrar energía.

Así que creo que la única buena decisión a tomar hoy será apagar el ordenador y salir a dar una vuelta, que quizá al volver haya tomado alguna otra.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Publicado en La Verdad de Murcia
Diciembre 2022

Viaje a Egipto: Todos los sentidos

Viaje Egipto

Se me acabaron las palabras el primer día que intenté describir mentalmente lo que la capital egipcia ofrece cuando visitas sus calles y tuve que tirar de tantos adjetivos durante la bajada hacia el sur del país que decidí usar una nueva técnica, un nuevo modo de calibrar el espectáculo al que uno se enfrenta en un viaje a Egipto: los sentidos.

Los sonidos de El Cairo, las vistas de Luxor, los olores de Esna, los sabores de Asuán y el tacto de la gente. Egipto no son las calles ni las personas, no es el tráfico ni las costumbres, no son los gestos ni la comida, no es la Luna ni el Sol, los dioses ni los faraones, no es el polvo ni el agua, ni tan siquiera el caos, el orden o la mínima frontera entre el vergel y la tierra yerma… Egipto son todos los sentidos.

La romántica decadencia de las incontables callejuelas, la magnificencia de las Pirámides, la inmensidad del Valle de los Reyes, los mil un templos y mil y una tumbas, la potencia del Nilo y el sobrecogedor desierto besándolo continuamente, los profundos ojos de la gente allá donde vayas, la sobriedad de las mezquitas, la dura realidad en Edfu, la falta de aliento en Abu Simbel, la alegría del poblado nubio, la austeridad de los hogares, la inolvidable Esfinge, el bello cántico de los almuecines llamando a la oración o la crudeza de la Ciudad de los Muertos.

Y un sinfín de nombres para ver, escuchar, oler, saborear, tocar y no olvidar nunca: Ra, Saqqara, Horus, Giza, Hatshepsut, Karnak, Ramsés, Philae, Tutankamón, Kom Ombo, Set, Jan el-Jalili…

En plena noche, en avión desde el profundo sur, me quedé maravillado con la mágica serpiente de luces que forma el Nilo en su paradójica “bajada” hacia el Norte, rodeado de la más completa oscuridad. Una fila de vida plena entre la más inmensa sequedad de los desiertos que lo flanquean. La verdadera creación desfilando ante tus ojos.

Y esa fina capa de arena que invade absolutamente todo y acaba siendo parte de uno mismo, haciéndola tuya, como pieza de tu vestimenta, como unión a este pueblo con el que las diferencias son tan abismales que no merece la pena pararse a pensar en ellas, todo es diferente. Punto y aparte. No midas, no compares, no eches de menos, sólo siente.

Un país que deja sin aliento y te guía en el viaje que cada cual recorre por su vida. Un lugar mezcla perfecta de agua y arena, aromas y mestizaje, paisajes y ruinas, desorden y fragilidad, historia y futuro. Una civilización que fue primera en tantas cosas que abruma. Siete mil años de vida, viendo hoy revolotear como frágiles hojas secas las insignificantes vidas de todos los grandes hombres que hayan existido jamás en el planeta.

Y aquí siguen, contemplando el mundo pasar, agobiado ante sus urgencias: “El universo teme al tiempo, el tiempo teme a las pirámides.”

Un viaje a Egipto te deja sorprendido y enamorado, anclado al suelo con las preciosas y abismales distancias que parecen separarnos, pero en realidad nos han unido para siempre.


Las luces del hospital

Desde mi casa se ve la fachada del hospital. Un edificio descomunal, cientos de ventanas, cientos de habitaciones y cientos de historias. Por las noches sus luces me hipnotizan, puedo quedarme horas pensando en todo lo que sucede allí dentro. Se apagan, se encienden, se mueven las sombras. Cuando madrugo les veo puestos en marcha antes que el Sol, si es que han parado en algún momento. Trajín infinito. Infinito respeto.

Desde mi casa se escucha el constante sonido de las ambulancias que entran o salen, zigzagueando a toda pastilla entre las calles para intentar llegar a tiempo, unos minutos que pueden salvar una vida, una pericia que no tiene precio, una implicación que no se puede explicar con palabras.

Desde mi casa se oyen los perros, los gritos de la calle, los camiones de la basura, algún frenazo a destiempo, la megafonía de las carreras populares, las sirenas de bomberos y los coches de policía. Y siempre ahí, como un vigía, la fachada del hospital y su hormigueo continuo de trabajadores, enfermos, llantos, miradas perdidas, urgencias y huesos rotos. Pero también de altas médicas, curaciones, nacimientos, revisiones rutinarias, análisis con final feliz, sonrisas y abrazos.

Un hospital es un universo en pequeño, un cúmulo de fuerzas gravitacionales en forma de sensaciones y sentimientos mezclados en la feroz y veloz batidora que mueve nuestra vida y que, como por arte de magia, somos capaces contra todo pronóstico de parar en seco al recibir esa fatídica llamada telefónica. Esa voz quebrada portadora de malas noticias, que deja absolutamente todo en pausa durante un tiempo indefinido, con un pitido en los oídos y una pregunta flotando en el aire.

Las luces del hospital me anclan al hoy, me recuerdan las llamadas que he recibido, las que he hecho, las lágrimas que he vertido y las que he provocado, la suerte de estar vivo, de tener sanos a los míos y de poner en perspectiva el resto de estupideces que nos traen ilusoriamente de cabeza y que no son más que tonterías paradójicamente también tan necesarias.

Desde mi casa se ve, se oye, se huele, se saborea y se toca la vida, como desde todas las casas, al ritmo que cada uno marca, saltando a trompicones las vallas que la salud pone en nuestra carrera a ninguna parte. Hasta que un día llegará ese obstáculo que no saltaré, que no sobrepasaré, que no recordaré. Que dolerá a otros, que parará la vida de otros, que anclará al presente a esos otros que aquí se quedarán, quiero pensar que recordándome.

Porque llegará un momento en que seré yo el que desde dentro del hospital vea las luces de la calle, oliendo, escuchando, sintiendo y queriendo saborear el exterior. Un futuro donde otro yo me mire desde la esquina opuesta, sintiendo lo mismo que hoy escribo cada vez que se apague o se encienda la luz de mi habitación. Y con ella, nuestra luz interior.

Publicado en La Verdad de Murcia
Diciembre 2022

Corazón tan blanco

Estuvo observándome desde la estantería de la casa de mis abuelos durante años el famoso libro de Javier Marías que da título también a este artículo. Nos mirábamos con ganas, las que nos teníamos mutuamente, porque ambos sabíamos que estábamos hechos el uno para el otro. Pero nuestro momento no había llegado aún. Fueron dos las veces que lo comencé, convencido de que me gustaría, de que lo devoraría. Pero no, no saltó la chispa y lo fui dejando ahí, en esa estantería por la que a menudo pasaba y de reojo al andar camino de la cocina, o el baño, o el comedor le echaba una mirada furtiva mientras me decía a mí mismo que ya se unirían algún día nuestros caminos.

Así pasó el tiempo, mucho, hasta que hace unas semanas su autor murió. Sí, soy de esos tontos que salen raudos a leer, o ver, o escuchar los libros, las películas o los discos de los artistas que mueren. Necro-lector, como dice mi buen amigo Gregorio, que además meto primeras de la lista estas obras, por mucho tapón que tenga, que suelo tenerlo y bien grande, de lecturas, escuchas o visionados pendientes.

Leer “Corazón tan blanco” es una experiencia intensa, penetrante. Es una curiosa sensación de no pasar nada pero vivirlo todo, de ir hilando reflexiones suyas y tuyas al son de un mismo baile, como si el lector y el escritor se intercambiaran papeles continuamente, como un gran y único momento de catarsis de sentidos agrupados en la descripción de un instante, de un momento o de un personaje. En este libro puedes deleitarte veinte páginas en las ideas que pasan por la cabeza del protagonista a mitad de una conversación con su padre, o en la inmensa profundidad de un pensamiento que puede ser raudo en tu mente, pero interminable cuando intentas describirlo.

Por momentos he pensado que era un libro para que nadie leyera, era un libro para él o directamente pensado para otros escritores, lo cual puede ser un error, trasladándolo a mi trabajo, se parece a esos diseños gráficos que a veces parecen solo gustar a otros diseñadores, fallo habitual e importante de la campaña que se esté transmitiendo y que el público no entenderá. Diseños para diseñadores, fotos para fotógrafos, libros para escritores. Algo que en el mundillo se critica bastante porque la endogamia se eterniza, perdiendo el foco del objetivo. Como esos premios que solo interesan al jurado o los participantes.

Pues sí, será un fallo, pero una de dos, o lo que cuenta Javier Marías en su “Corazón tan blanco” me afectó en tal ímpetu por verme identificado en ciertos pasajes o porque me gusta tanto escribir que la envidia de ver cómo él maneja las palabras me hizo devorarlo y disfrutarlo como hace mucho no me pasaba con una lectura, y menos con una novela. Aunque en el fondo, que lluevan las críticas, este libro no es una novela sino un gran exponente de lo que ahora se llama “autoficción”, me aventuro a opinar, porque no es posible trazar así, sentir así, devanarse los sesos literarios así si no eres tú el que has vivido lo que cuentas, al menos en parte. O te lo han contado tan de cerca y de manera tan blanca que ya pintas tú el relato desnudo, vistiéndolo de sílabas.

Sea lo que sea este libro (esta joya literaria, esta narrativa descomunal) los grandes momentos de disfrute que he pasado degustándolo han sido para, desde la distancia y con retraso (ahí van mis disculpas), lanzarme clamorosamente a recomendártelo, a que te sumerjas en un océano de palabras, de frases, de descripciones y pensamientos que, a poco que sientas un séptimo de lo que yo sentí, te harán mejor lector y, por ende, mejor persona.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
Noviembre 2022

El gen comercial

Intuyo, sin más argumentos que mi propia experiencia, que el primer trabajo que uno desempeña en su vida moldea sin contemplaciones el futuro que le espera a nivel laboral. En mayor o menor medida todos los encargos profesionales que he desarrollado, en mis más de veinte años de cotización, han llevado aparejada una pata variable en el sueldo que incluso, muchas veces, superaba el fijo mensual.

Cuando repartía pizzas para pagarme la carrera casi siempre obtenía el extra de mayor rapidez de entrega en moto (con algún susto vial incluido) y sumando a ello las sustanciosas propinas conseguidas prácticamente duplicaba lo percibido en el salario fijo. En otro momento podremos hablar de la gran diferencia en “tips” que obteníamos los repartidores: plantarte tras la puerta recién llamado al timbre con amplia sonrisa y cajas en mano, siempre saludando y dando las buenas noches era clave para rascar un poco cada viaje. Y así sigo, sin necesidad de propinas afortunadamente, pero con la educación por delante. Y el continuo agradecimiento de fondo a poder trabajar, que no es poco, en los tiempos que corren.

Luego estuve muchos años currando directamente de comercial en varios lugares diferentes, uno de los puestos de trabajo quizá más denostados que existen, la gente suele hablar despectivamente de ellos, como si no llegaran a ser del todo sus compañeros de trabajo, quizá debido a una mala fama seguro que a veces ganada a pulso, pero sin buenos comerciales las empresas no venden y por tanto el resto de personal de las mismas no serviría para nada. Exactamente igual que al contrario, sin un buen servicio o un buen producto que vender, de poco vale un excelente comercial.

¿Entonces el gen comercial viene de serie o se fomenta por la experiencia? Pues, como decía al principio, sin más argumento que mi propio ejemplo, intuyo que surge por una mezcla de tener vocación de servicio hacia los clientes, un pelín de ambición, mucha empatía, capacidad de adaptarse a trabajar por objetivos y ese gusanillo que se siente al preparar una reunión de negocios, al encontrar justo lo que mejor se adapta al comprador y finalmente, la inigualable sensación de cerrar positivamente para ambas partes un presupuesto. También se trata de ir mejorando las habilidades sociales y las relaciones públicas, unas destrezas que personalmente considero imprescindibles en el mundo actual, tanto a nivel empresarial como personal. Algo que además se ha visto reforzado con el boom digital y de las redes sociales, donde podemos estar en contacto más cercano con clientes y proveedores.

Se te meta al cuerpo del modo que sea, una vez dentro no sale. Con sus reveses, oiga, que los comienzos no son un camino de rosas y cuesta mucho arrancar, ir construyendo tu cartera de clientes y, llegado el momento, que sean capaces de confiar en ti sabiendo que cuando una operación sale bien, es buena para los dos, creando ese vínculo a largo plazo que, tantos años después, se puede mantener con las personas y se debe mantener con las buenas personas.

Porque el gen comercial no te da sólo clientes, proporciona intensas relaciones humanas que pueden acabar convirtiéndose incluso en amigos. Que en el fondo es lo que a uno le alegra la vida.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
La Verdad de Murcia
Octubre 2022

Dentro de veinte años

Seguro que alguna vez has divagado pensando dónde estarás dentro de veinte años. Se trata de un ejercicio mental que te hace crecer como persona, que te sitúa y te ancla en el presente (algo que siempre es bueno en esta sociedad del futuro inmediato) a la vez que sirve para imaginar (y por tanto ayuda a esforzarte y enfocar) dónde te querrías ver en esas dos décadas, un porvenir no tan cercano.

Pero seguro que no tantas veces te has planteado la acción al contrario, mirar hoy hacia atrás y valorar lo que eras y lo que eres, con los bandazos y líneas rojas, las incongruencias y contradicciones, los que sí y los que no…

Pues eso es lo que me ha pasado durante la semana pasada, en la que he tenido la suerte de compartir tiempo de entrenamientos y de ocio con un grupo de deportistas en Sierra Nevada, la mayoría de los cuales rondaban los veintipoco años. Se trata de la concentración anual que organiza con sus pupilos mi hermano Jorge Preparador, mezclando a sus triatletas de primer nivel (entre ellos varios campeones regionales y de España de Triatlón) con otros menos “pros” y que desde mi agencia tengo el privilegio de patrocinar dentro de las acciones de mecenazgo y responsabilidad social corporativa que toda empresa debería llevar a cabo conforme va creciendo y las cosas comienzan a ir bien.

Una semana escuchando a chavales hablar sobre sus inquietudes personales y laborales, mientras subíamos durísimos puertos como El Duque, la Hoya de la Mora, El Purche o Capileira, en la zona más alta de la península, a los pies del Veleta, cargando de oxígeno el cuerpo y la mente para este inicio de curso que afronto, como siempre, con la ilusión de un niño (nunca mejor dicho) porque todos sabemos que los años realmente comienzan en septiembre.

Siete días de mucho deporte, mucho relax y relaciones sociales, colaborando todos mano a mano en las comidas, en la organización, en los paseos, solventando problemas juntos y enfocando soluciones desde distintos prismas (todos igual de válidos), tocando la guitarra (la brecha musical sería asunto para otro artículo) y tomando cervezas (unos más que otros). Sumando la edad de los dos pequeños, aún me sobraban tres años de experiencia, realmente ha sido una cura de rejuvenecimiento para mí que, aunque con más arrugas y canas que todos ellos, todavía he podido ganarles algún sprint en bici. El que tuvo retuvo, pequeños.

Bajo de la sierra fuerte en bici y fuerte en mente. Bajo fresco y contento, porque lo que más orgulloso me traigo es seguir ilusionándome con ellos. Aprendiendo de todos ellos. Me veía en sus valientes ojos. A distancia y siempre a tiempo.

Cuánto tienen que enseñarnos siempre los más jóvenes. Aunque a veces se merezcan un buen pescozón. En el fondo todos siempre, en la edad que tengamos, acabamos mereciéndonoslo.

La imposibilidad de describir el frío

No me gustaría compartir con Charles Bukowski muchas más cosas que su afán por la escritura, pero me veo obligado a reconocerle otras semejanzas, principalmente aquella que, desde su perspectiva creadora, lanzó diciendo que nada depende de otra cosa que ti mismo a la hora de comenzar a escribir. Estés donde estés, en la situación que sea, solo o acompañado, estresado o aburrido. Si es el momento de la unción mental, arrasará con todo y lo demás pasará irremediablemente a un segundo plano. Crearás, caiga quien caiga, caiga lo que caiga.

Son estos días de medio gas cuando posiblemente tengamos más tiempo libre y justo por eso se convierte en menos para hacer algo alejado de las rutinas que nos acompañan durante el año. Pero cuánto más espacio, aire, tiempo y luz hay a mi disposición, menos los uso. Siempre me prometo sacar más momentos para eso que nunca hago, pero el cuerpo toma las riendas, guiado por la mente, y a saber dónde acabas. Ya ni lucho en contra.

Es paradójico acotar temporalmente un espacio no tangible, un tiempo maleable y caprichoso. Está siendo además un verano complejo y quizá sea por eso, el puzle encaja raro. No me veo especialmente creativo, no me viene la inspiración con las noches estrelladas, no acuden las musas cuando estás dispuesto a escucharlas. Sólo interrumpen cuando más ocupado estoy en otros menesteres. Mi creación surge entre llamadas de teléfono, avisos por megafonía en los aeropuertos o reuniones por Zoom. Fuera de la vorágine el foco cambia hacia escenarios secundarios convertidos en protagonistas a destiempo que terminan por eclipsarlos. Como ese actor de reparto que birla la estatuilla a la estrella de Hollywood en el último minuto.

Y en estas me encuentro actualmente a la hora de escribir, con más horas pero menos ganas que nunca, así que lo dejo aquí por un tiempo y me centro en otros asuntos, que los departamentos de la mente siempre necesitan una nueva gestión.

Porque queda claro que mis veranos no son para escribir sino para leer, actividad espejo que en el fondo  y por momentos puede ser lo mismo. El verano es para abrir la mente con las sesiones de Bizarrap que hasta ayer mismo miraba con cara de asco, para intentar describir a un extranjero la sensación de estar a 35 grados dentro de tu casa de Murcia a medianoche o para jugar con tus hijos y sobrinos. Sí, sobre todo para esto.

Nos leemos cuando queramos volver. Nos volvemos cuando queramos escribir.

¡Feliz verano!

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Twitter: @nachotomas
La Verdad de Murcia
Agosto 2022