Hace unos años un buen amigo, antaño activista radical bastante implicado, me confesó la impotencia que sintió al sentarse como concejal en su primer pleno. La cantidad de ideas que estuvo defendiendo durante años, criticando con vehemencia a su Ayuntamiento por no llevarlas a cabo y la imposibilidad de, ahora que tenía por fin poder, llevarlas a buen puerto.
Otro buen colega, esta vez músico novel, me contaba entre risas la vergüenza que sintió en el primer ensayo de su nuevo grupo cuando le pidió al experto batería que se les unió algunos ritmos que sonaban fenomenal en su cabeza, pero eran imposibles de ejecutar con dos manos y dos piernas.
Cuando yo era empleado reprochaba ciertos comportamientos de algunos jefes que ahora yo mismo ejecuto con mi gente, por necesidad o por el bien común de la empresa. Igualmente, cuando no tenía hijos pensaba en lo sencillo de ser padre.
Tirando de tópicos, qué fácil son los toros desde la barrera, ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el nuestro. Un nuevo año es el momento perfecto para darle por fin la vuelta a esto y, aunque con la salud claramente por encima de todo, toca resistir la tentación de poner esta vez objetivos vitales, profesionales o personales entre los propósitos iniciales, que en el fondo son lo mismo y lanzarnos juntos a pedir una cosa: Empatía.
Espejos en los que mirarse, pero sobre todo reflejarse, verse pintado como un resto de lo que queda cuando dejas de ojearte, ese poso que te define y te persigue, por mucho que mires a otro lado. Para que nunca olvides que lo que hoy eres puede estar infinitamente alejado de lo que verás al mirarte mañana.
El año de los espejos, a poder ser en las calles o zonas concurridas, que veamos claramente a las personas que hay detrás, de paso o fijando su mirada en nosotros, con otros puntos de vista, otras perspectivas y, a buen seguro otras respuestas, tan válidas como las nuestras, a las mismas preguntas.
Propongo que entre todos consigamos un 2021 como el año de la empatía, que nos vendría de perlas a nivel político, en casa o en el trabajo.
Nacho Tomás HISTORIAS DE UN PUBLICISTA Twitter: @nachotomas Artículo publicado en La Verdad de Murcia Enero de 2021
Parecía que no iba a llegar nunca pero ya lo tenemos aquí. El final de 2020 está a la vuelta de la esquina y, como a un clavo ardiendo, pensamos agarrarnos al que viene en un gesto ninja que evite lo pasado y nos plante con triple mortal, tirabuzón, corbata y traje de estreno, frente a 2021. Como si fuera posible el plumazo, carpetazo, borrón o cuenta nueva, pelillos a la mar y aquí no ha pasado nada. Porque si te pones a evaluar los daños con los que dejamos atrás este año más nos vale tirarnos al pacharán, los mazapanes y a esta Navidad por fascículos y a distancia que nos ha tocado vivir.
Nos queda la salud, diremos, que no es poco, la vacuna como premio gordo de una lotería que nunca toca ni falta que hace, tocar queremos a nuestra gente, tomar aire (y echarlo) sin sentirnos culpables, sin mirar de reojo ni gesticular raramente porque el tío que va delante amaga un estornudo. Que a nuestros hijos les sonrían algo más que los ojos. Qué faros. Iluminando en círculos lo que en trescientos sesenta grados nos ha rodeado, viéndolo pero sin tocarlo, sintiéndolo cerca, al alcance de unas manos hartas de gel hidroalcohólico y que no pueden agarrar más que zarpazos estúpidos al aire.
Se va un año en que, crueldad extrema, hemos tenido que contar nuestros amigos, hemos controlado los impulsos y nos hemos recogido por fuera, nos hemos sumergido en vídeos de conciertos y echado las manos a la cabeza por lo que éramos y no valorábamos, echando de menos hasta las cosas que no nos gustaban y entendiendo por fin que quejarnos de lo que no teníamos era tanto o más egoísta que menospreciar lo que de serie traíamos bajo el brazo.
Es hora de sacar la balanza, de borrar y mirar adelante, de vídeo llamadas, sufrir en silencio, de servir a otros, ofrecerte, de cambio de cepas, entregarte, de ser egoísta y generoso (créeme que se puede), de emborracharnos envueltos en papel higiénico, aplaudirnos, resistiré, incomunicarnos, tocar la guitarra. Hora de hacer postres, comerlos y regalarlos, hora de test lentos, criticar sin daño, de todos en casa, todos fuera, de todos juntos pero separados, de familias y burbujas, de puñeteras estadísticas, de PCR, balcones y de valoraciones desde lejos, de ir sin moverte al colegio, al instituto o al trabajo.
Por un 2020 siete veces mejor que 2021. Lo encaro agradecido, dejándome la piel en lo que creo y tratando con ternura las vidas que toco, como si todas tuvieran que acabarse a media noche: no pienso cambiar la cantidad de cosas buenas que me han pasado en la vida por tratar con respeto y educación a la gente.
Ojo, que el próximo puedes ser tú.
Nacho Tomás HISTORIAS DE UN PUBLICISTA Twitter: @nachotomas Artículo publicado en La Verdad de Murcia 23 de Diciembre 2020
Hay pocas cosas más injustas en la vida que escuchar el teléfono mientras te estás duchando. Y en invierno más. Ponedlo en silencio siempre si no queréis que os pase lo que a mí…
El agua cae suavemente sobre mis hombros y dedico unos segundos a relajarme, pensar un poco y entrar en calor tras haber salido a correr en esta gélida madrugada. De repente, me parece sentir algo en la distancia. ¡El móvil!
No te pongas nervioso, me digo a mí mismo deseando que la llamada esté acabando, la he escuchado de milagro mientras me enjabono la cabeza. Luego miraré quién es. La voz de mi interior intenta convencerme de que ni caso, de que deje caer las gotas y haga tapón en mis oídos. Relájate. Siente el calorcito. Es tu momento de desconexión.
Pero nada, que no, sigue sonando, sonando y, mientras pienso por qué tengo desactivado el contestador automático, salgo a toda prisa de la ducha toalla en ristre.
Quién llamará a estas horas, farfullo internamente, mojo el pasillo y antes de secarme las manos atropelladamente intento alcanzar el botón de descolgar cuando se escurre entre mis dedos con tan mala suerte que cae totalmente plano al suelo, partiéndose el cristal en mil pedazos.
– ¡Joder! – grito inconscientemente
Espero no despertar a mi hermano que está durmiendo en la habitación de al lado y se ha tirado 12 horas seguidas currando. Trabaja por turnos y le llevan loco al pobre. Al menos tiene un sueldo.
Vivimos juntos desde que nos independizamos de nuestros padres hace tan solo unos meses. A ver si le convenzo para hacer algo de deporte. Yo entreno a diario, él se está dejando cada día más. Mal asunto.
Por el rabillo del ojo, y justo mientras el teléfono volaba desde mis temblorosas manos hacia abajo, me pareció ver que la llamada era de alguien que no tenía grabado. Intento encender de nuevo el móvil pero no responde. Solo un ruido raro y pantalla en negro.
Qué rabia me dan estás cosas, ¿quién sería? Ahora tendré que buscar un móvil nuevo y a saber cuándo me enteraré, si es que me entero. Voy a estar varios días preocupado. ¿Y si era de alguna de las ofertas de trabajo a las que me he apuntado?
Medio en pelotas y blasfemando en voz baja me dirijo de vuelta al baño cuando resbalo con el jabón del pasillo y caigo de bruces, no sin antes partirme la ceja contra el lavabo.
El suelo es ahora una mezcla de sangre roja y pompas azuladas, intento abrir los ojos pero me mareo y creo que pierdo el conocimiento.
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Vuelvo poco a poco a la conciencia. Estoy sentado en la sala de espera de un hospital, rodeado de gente que no conozco de nada. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cuánto tiempo ha pasado? Siento escalofríos.
Me hago mil preguntas mentales hasta que la megafonía me da un tortazo de realidad, pronunciando mi nombre e indicando que pase a triaje. Entro en el box algo desorientado y sorprendido de que alguien me siga.
– ¿Qué le pasa? – dice la doctora que me atiende – Está usted un poco pálido.
Qué me va a pasar si tengo la cabeza llena de sangre, pienso yo. Y encima ahora atienden en urgencias de dos en dos, parece ser.
Voy a comenzar a quejarme de la situación cuando de repente oigo:
– Seguro que le ha dado un golpe de calor – dice el hombre que ha entrado conmigo – le ha pasado ya otras veces. Normal en este día infernal de verano.
¿Qué? ¿Quién es este tío? Intento hablar pero no me salen las palabras de la boca.
– Debería acompañarle a su casa – dice la doctora – que beba bastante agua y se dé una ducha fresca, los cuarenta grados de la calle no son precisamente buenos ahora mismo.
– Mal asunto – continúa el hombre – tengo que volver al trabajo, creo que mi compañero tiene un hermano. A ver si encuentro su número…
Llama y pone el manos libres para que todos lo oigamos. Un pitido. Otro pitido. Tercer pitido. No lo coge nadie. Cuarto pitido. Suena un clic seguido de un golpetazo considerable y un “¡Joder!”
– Hola, me escucha alguien? – pregunta el hombre, con el silencio por respuesta
Me están dando ganas de vomitar, necesito ir al baño. Me levanto de la silla aturdido buscando la puerta de salida. En el espejo me miro de reojo y no hay rastro de sangre. La ceja está perfecta y estoy vestido con un mono de trabajo naranja. No entiendo nada.
Vuelvo a entrar al box decidido a preguntar qué está pasando aquí cuando escucho en voz baja…
– Es un chico un poco raro, doctora, no da problemas en el trabajo pero tampoco se relaciona mucho. Creo que su hermano es igual de especial. Seguro que no ha cogido el teléfono porque siempre está haciendo deporte. A ver si se le pega algo a este.
Totalmente desconcertado meto la mano al bolsillo y veo mi teléfono, intacto. Hay un mensaje de mi hermano:
– Tío, deja de hacer ruido en la ducha. Necesito descansar. Mañana salgo a correr contigo.
Cada uno se fija en lo que quiere cuando va por la vida, cuando visitas una ciudad, cuando escuchas hablar a alguien, cuando comes en un restaurante o cuando andas descalzo por la noche buscando el cuarto de baño o camino de la cocina para echarte un trago de agua.
Las casas por la noche tienen un algo que va a ser difícil explicar con palabras, sonidos que durante el día se te escapan, olores que pasan desapercibidos con los quehaceres rutinarios y, por encima de todo, el estado mental de una persona en ese nocturno momento en que no está ni dormido ni despierto del todo, magnificando lo que le rodea con una mezcla de miedo infantil y valentía inconsciente.
De noche pisar cualquier suelo se convierte en mágico, escuchando tus articulaciones y la respiración de tus hijos, recordado los pasillos de tu abuela, el frío atribulado de la casa de campo o el salitre, las chicharras y el olor a jazmín de los veranos eternos.
Las noches en duermevela y soledad momentánea son el único premio al que podemos aspirar en estos días extraños en los que la casa se nos cae encima. Raros por la ausencia de ocio, anormales por la inmovilidad laboral. El teletrabajo ha vendido más sillas de despacho que nunca, al menos este que escribe ha tenido que cambiarla por una nueva dada la infinita cantidad de horas que paso sentado en ella. El culo hecho una piedra, como cantaba Hombres G a los cines de verano de los ochenta, ajenos a todo, como se tenía que estar en los ochenta y como se debería estar en la infancia actual que, posiblemente, sea la gran perjudicada mentalmente de esta situación.
Son las noches ahora (quizá lo hayan sido siempre) el íntimo momento de homenaje y estímulo. Mirar por la ventana oyendo una sirena lejana, sacar al perro sintiendo por fin cómo el frío penetra esta parte norte de la esfera en la que vivimos y a más de cien mil kilómetros por hora cruzamos continuamente el espacio sin despeinarnos.
La pandemia es una noche, llena de peligros y de sospechas, seguida siempre de la claridad azul que con su luz va dando forma y relieve a lo que nos rodea. Un Sol que, al menos en esta parte del planeta en la que tuvimos la suerte de nacer, siempre acaba saliendo.
Nacho Tomás HISTORIAS DE UN PUBLICISTA Twitter: @nachotomas Artículo publicado en La Verdad de Murcia 25 de noviembre de 2020
El otro día mi hermano y yo estuvimos viendo vídeos de conciertos multitudinarios, divagábamos sobre nuestras ganas de volver a estar apelotonados y sudorosos en medio de cualquier recinto. Incluso él, que suele ser poco de barullo, estaba deseoso. Imagínate yo, le dije.
Entre tanta mala noticia que nos rodea últimamente, un par de rayos de luz en medio de una tormenta que se antoja demasiado larga, llegan a nuestros diálogos virtuales. Las ansiadas vacunas han sacudido las bolsas, han llenado nuestras conversaciones y al menos, en lo que a mí y los míos respecta, han iluminado el túnel en el que nos encontramos, aunque sea entrando por la otra punta y aún desconozcamos la longitud del mismo.
Es matemático, soy de los que piensa que todo irá siempre a mejor e incluso en momentos como estos toca de vez en cuando darle una alegría a tu futuro, aunque por ahora sea el cuento de la lechera. Un optimista obstinado como yo, que olvido habitualmente lo malo (literal, lo borro de la mente), fijo lo bueno (recreándome en ello a menudo a posteriori) y siempre veo el lado positivo de las cosas, no podía dejar pasar la oportunidad de sonreír de medio lado mientras leo la bendita carrera entre las farmacéuticas sintiéndome por un momento como si estuviéramos en plena guerra fría. En lo bueno de aquello, me refiero.
No es la primera vez que, basándome en mi frustrada vocación de economista, intento encontrar la diferencia de esta crisis con las anteriores: financieras, inmobiliarias, alimenticias, económicas o incluso conflictos bélicos, siendo la actual una mezcla de todas o un poco de ninguna, y pienso en la recuperación que sí o sí tiene que venir. Y cómo de rápida, segura y solvente será. Porque lo será. Y cómo de reforzados saldremos.
Dentro de unos meses (iba a escribir años, pero me puede el ánimo) miraremos atrás sintiendo esto como un mal sueño y es ahora cuando tenemos que ir poniendo los cimientos de lo que queremos que sea el futuro. Paso por alto los infinitos daños que todos nos llevamos, al menos a mi alrededor ninguno sanitario, lo cual me permite centrarme en lo menos importante. Por eso no es este alegato un lanzamiento de las campanas al vuelo, sino una esperanza tras los destrozos. Una visualización cada día más cercana de motivos para el optimismo.
Nacho Tomás HISTORIAS DE UN PUBLICISTA Twitter: @nachotomas Artículo publicado en La Verdad de Murcia 18 de noviembre de 2020
Parece claro que no hay una pauta para localizar a alguien a punto de fundírsele los plomos mentales, todos podemos ante o después ser víctimas de una pérdida irreparable de las capacidades intelectuales aunque espero, pues pienso en ello mucho, que no sea de un día para otro. Sin haber un patrón, sí creo que la genialidad extrema es poco amiga de la cordura, o quizá sea la obsesión por la perfección que conduce a la erudición un camino que te condena en su búsqueda.
El cine, como siempre, aderezando con maestría lo que fue o pudo ser, nos trae varios ejemplos de lo que intento explicar. Ayer (re)vimos Amadeus en familia y todo se desencadenó en mi cabeza, metiendo en la coctelera las vidas no sólo de Mozart o Beethoven (Amor Inmortal) sino de Nina y Andrew, los protagonistas de Cisne Negro y Whiplash, bailarina y batería, respectivamente. Los cuatro enormes genios y enormes trastornados, cada uno en lo suyo, salvando las distancias y permitiéndoseme las licencias que este espacio me da.
Entiendo que cuando cualquier sana prioridad se deforma al extremo que muestran estas cuatro obras maestras, la bola de nieve acaba siendo tan grande que se convierte en imparable, sacrificando familia y salud, arrasando por el camino amistades, riqueza y, paradójicamente muchas veces, la propia genialidad que, con suerte, volverá en forma de fama siglos después. El precio a la locura lo paga la chispa, el ingenio o, como decía Antonio Salieri en Amadeus, la capacidad de hablar con la voz de Dios.
Por cierto, los dos actores principales de Amadeus, Tom Hulce (Mozart) y F. Murray Abraham (Salieri) compitieron al Óscar al mejor actor en la misma película, algo que sólo ha pasado otra vez en los últimos treinta años, con Geena Davis y Susan Sarandon en “Thelma y Louis”, aunque las dos chicas se quedaron a dos velas frente a Jodie Foster con “El silencio de los corderos”.
Qué geniales también los que dirigen estas delicias, Milos Forman, Bernard Rose, Darren Aronofsky y Damien Chazelle, apuesto a que pagaron un alto coste personal y emocional en el intento, como el mío que me acabo de enterar de que uno de ellos fue el culpable del legendario videoclip “Smalltown Boy” de “Bronski Beat”.
Qué genialidad, al final todo está siempre conectado y sólo es cuestión de priorizar.
Nacho Tomás HISTORIAS DE UN PUBLICISTA Twitter: @nachotomas Artículo publicado en La Verdad de Murcia 11 de noviembre de 2020
La primera envidia que recuerdo fue con las zapatillas de deporte de mis compañeros de colegio, lloraba a mi madre para tener unas iguales, pero no llegaron hasta que el verano de los trece años estuve trabajando en el campo para poder comprármelas. Sentí envidia de las buenas pagas semanales de mis amigos, así que me metí a Telepizza para esos caprichos que mis progenitores no pudieron darme. Tuve envidia de los que tenían coche y ahorré para uno de quinta mano. Iba a conciertos y me daban envidia los músicos, me compré una batería, practiqué mucho y acabé subido en varios escenarios con un grupo que lo petaba. Luego tuve envidia de los que tenían una familia feliz y también tuve la suerte de encontrar alguien con la que formarla.
Envidié a aquellos que emigraron de mi pequeña ciudad a iniciar sus vidas fuera, entonces me fui a Madrid a por mi primer curro serio. Comencé a trabajar y envidiaba a los compañeros que viajaban mucho, así que aprendí para acompañarles llegado el momento. Subí ese escalón y me dieron envidia mis jefes, así que seguí aprendiendo para ser uno de ellos, cuando lo fui me dieron envidia los que no lo tenían, dejé un trabajo con un sueldo que nunca volveré a tener y me lancé al mundo freelance. Me dio envidia la vida de la pequeña ciudad, así que volví de nuevo a Murcia pasados unos años.
Cuando era autónomo sentí envidia de los empresarios, creé mi primera empresa y fracasé estrepitosamente. Tras varios intentos por fin me fue medio bien y entonces me dieron envidia los que tenían tiempo libre para hacer sus cosas y tele-trabajé desde casa para priorizar mis preferencias. Volvió a darme envidia la música y me compré una guitarra para tocar en los tiempos muertos. Cuando estudiaba tuve envidia de aquellos que transmitían su conocimiento en las ponencias a las que asistía y entonces me preparé para hablar en público con algo interesante que contar. Y gano una buena parte de mi sueldo actualmente con ello.
Cuando pesaba noventa kilos me dieron envidia los que estaban en forma y encontré horas debajo de las piedras para entrenar y hacer mi primer maratón. Luego me dieron envidia los triatletas, así que volví a entrenar y terminé haciendo un podio veterano en mi última competición oficial.
A estas alturas de mi vida debo reconocer que siempre he sido un envidioso. Y seguro que seguiré siéndolo y por ello me esforzaré todo lo que esté en mi mano en lugar de expresarlo con odio y malas babas en las redes sociales.
¡Salud y envidia sana!
Nacho Tomás HISTORIAS DE UN PUBLICISTA Twitter: @nachotomas Artículo publicado en La Verdad de Murcia 4 de noviembre de 2020