Filípides en Tokio

Reconozco que cruzar medio mundo para correr 42 kilómetros es cincuenta por ciento épico y cincuenta por ciento ilógico, pero la vida transcurre a veces por estos locos caminos que, por un lado me encantan, y por otro tengo la suerte de poder disfrutarlos acompañado además de otros 30 murcianos: deporte, turismo y negocios se dan la mano habitual y afortunadamente en mi día y a día.

Tokio no es solo una ciudad, es otro planeta: orden milimétrico, respeto extremo por las normas y un maratón que es el reflejo de esa mentalidad. Correr en Japón no es como correr en Nueva York, donde te gritan el nombre y casi te empujan a la meta, ni como en Berlín, donde corres con la sensación de que todo está hecho para batir tu mejor marca. En Tokio, el éxito es llegar y hacerlo con honor, un maratón con código samurái. Y para samurái este que escribe, que sufrió como nunca para terminar por debajo de cuatro horas sin hacerse el harakiri: Jet lag, día caluroso hasta para un español del sur como yo (al día siguiente nevó, cosas del clima pacífico, debe ser) o una alimentación diferente (tomé sushi hasta para desayunar antes de ponerme las zapatillas), junto a una preparación deportiva solo suficiente demostraron ser una mezcla tan explosiva como el wasabi.

Aterrizamos tras 15 horas de vuelo y 8 husos horarios de diferencia, un viaje convertido en reto al no entender en las primeras horas cuándo dormir y qué comer sin arriesgarme a experimentar demasiado, una ciudad donde las pantallas gritan a todas horas y cada esquina parece un anuncio de otra galaxia, resulta paradójico lo bien que funciona todo, que sientas el caos pero no lo veas. En la salida del maratón, tres cuartos de lo mismo: silencio, orden, nada de postureo. El que está aquí ha venido a correr, con permiso de los que, discretamente, van disfrazados de todos los animes que te puedas imaginar.

En mi cabeza durante la carrera se me cruza continuamente Filípides, aquel mensajero griego que corrió de Maratón a Atenas para anunciar la victoria y cayó muerto. Un drama épico, perfecto para la cultura occidental, donde el sufrimiento se adorna y la historia se convierte en mito (para muestra el botón de este mismo texto), pero en Japón no, aquí se siente la resistencia de otra manera: se aguanta sin gestos, sin aspavientos, se soporta con estoicidad sintoista.

En el kilómetro 30, cuando mis piernas empezaron a mandar mensajes de auxilio y sentí que iba directo contra el muro nipón, un voluntario me ofrece un vaso de agua con una inclinación de cabeza, como si fuera un invitado y no un tipo sudoroso al borde del colapso, esta carrera está diseñada para seguir adelante (aunque vayas dejando cadáveres en las cunetas, nunca vi tantos retirados y deshidratados), sin distracciones y con las mínimas pérdidas de tiempo. Un ritual en el que, eso sí, te sientes continuamente como Bill Murray en “Lost in Traslation”: acojonante cómo la inmensa mayoría de los locales no saben absolutamente nada de inglés. Menos mal que me defiendo mínimamente en su idioma.

Como publicista, Tokio es un diseño perfecto: cada pieza encaja, cada mensaje está pensado. Como corredor, es una lección de humildad. No eres el protagonista de nada, solo otro punto más en el engranaje. Filípides murió con un grito de victoria. Un samurái habría cruzado la meta con la cabeza alta y se habría perdido entre la multitud, en silencio. Aquí ganar es seguir adelante. Nada más y nada menos.

Tras la gesta deportiva, una semana de turismo por el país del sol naciente: la majestuosidad de Tokio, donde al final de un calle en el barrio de Shinyuku que no sale en Google Maps y en la que cabes de milagro te tomas un pescado crudo viendo al fondo, bajo la lluvia, un rascacielos en el que se proyecta Godzilla, los mil templos de Kioto, los mil ciervos de Nara, los onsen (baños termales) en Hakone al aire libre cayéndote copos de nieve en la cabeza, el mítico tren bala Shinkansen, el bullicio de Shibuya o los millones de otakus de Harayuku, un Kit Kat de té matcha y una cerveza Asahi en el avión de vuelta mientras el universo te regala una descomunal aurora boreal sobrevolando el Polo Norte dirección a Groenlandia.

¡Sayonara!


El algoritmo del poder

¿Siglo XXI? Por un momento pienso que hemos viajado hacia adelante en el tiempo y hacia atrás en la comprensión. Vivimos en una época donde la información ya no se transmite: se propaga, se manipula, se monetiza y se olvida en cuestión de horas. Nunca antes habíamos tenido acceso a tanta cantidad de datos en tiempo real y, paradójicamente al mismo tiempo, nunca antes habíamos estado tan desorientados. Los algoritmos de las redes sociales no solo deciden qué vemos, sino que modelan nuestra percepción de la realidad, construyendo cómodas burbujas ideológicas, narrativas artificialmente virales y falsas certezas en las que, de perfil, nos recogemos y tapamos con una mantita.

El constante fango en que vivimos políticamente en España, el estado de salud del Papa, las elecciones en Alemania, el conflicto de Ucrania y Rusia, la cara y la cruz de la IA y las criptomonedas o el secuestro y liberación de rehenes en Oriente Medio se han convertido en un espectáculo mediático cuidadosamente diseñado para maximizar el impacto emocional que nos aporta. Las guerras, hoy, se libran tanto en los campos de batalla como las redes sociales, donde cada bando construye y difunde su propia versión de la verdad, generando en el otro un fugaz estallido de indignación antes de que el siguiente escándalo ocupe su lugar en la agenda digital que, religiosamente nos comemos.

Mientras tanto, la economía global se mueve al ritmo de los caprichos de Elon Musk, los discursos incendiarios de Milei o las arbitrarias decisiones de Trump comunicadas en tiempo real en su propia red social. Al lado, el mundo entero se pone en marcha, arrancando como un caballo o parándose como un burro: la ascendente India se perfila como una superpotencia tecnológica, China se enfrenta a desafíos internos que ponen a prueba su modelo de control absoluto y Europa, qué novedad, viéndolas pasar, ¿saldremos a jugar al campo alguna vez? ¿Queremos hacerlo? ¿Nos acordamos de cómo se hacía? Preguntas que, personalmente, me quitan un poco el sueño, debo reconocerlo.

La información ha dejado de ser un servicio público para convertirse en un arma. El poder ya no lo ostentan solo los gobiernos o las corporaciones, sino también aquellos que dominan la atención colectiva: influencers, plataformas digitales y líderes carismáticos que entienden cómo pulular en esta nueva jungla de estímulos inmediatos. No importa tener razón, sino gritar más fuerte. La credibilidad no se construye con hechos, sino con engagement y la verdad ha pasado a ser una cuestión de viralidad, un producto más en el mercado. Me lo creo cuando tiene likes.

¿Qué consecuencias tiene todo esto? Primero, la erosión de la confianza en las instituciones: Si cada versión de la realidad es válida según el nicho informativo en el que uno se mueva, ¿a quién podemos creer? Segundo, la precarización de la información: La inmediatez prima sobre la veracidad y las narrativas emocionales han desplazado el análisis crítico. Tercero, la radicalización de la sociedad: Cuando los algoritmos solo nos muestran lo que refuerza nuestras creencias, el diálogo desaparece y el conflicto se intensifica. Un mundo donde nadie cree en nada, cada uno con su burbuja, cada uno con su verdad prefabricada, cada uno con su dosis de indignación personalizada. La inmediatez ha destrozado la reflexión, y el sistema nos da exactamente lo que queremos, aunque eso sea basura. Nos quejamos de la manipulación, pero compartimos titulares sin leerlos. Lloramos por la polarización, pero bloqueamos a quien piensa diferente. Nos preocupa el poder de las redes, pero vivimos en ellas. Cada clic, cada retuit, cada me gusta es un ladrillo más en esta distopía digital que nosotros mismos hemos construido. Nosotros lo hemos permitido. seguimos consumiendo información rápida y superficial. Exigimos transparencia, pero preferimos las historias que confirman lo que ya creemos. En este siglo de redes y algoritmos, la responsabilidad no es solo de quienes manejan el poder, sino de todos los que, con cada clic, cada retuit y cada me gusta, contribuimos a moldear la realidad en la que vivimos.

Hasta aquí la negatividad, pues claramente hay una salida: Estamos a tiempo de ser más inteligentes gracias a las fantásticas herramientas de las que disponemos, en lugar de ser más tontos por dejar que éstas piensen por nosotros.

Tráfico

Donde hay tráfico hay alegría. Una calle llena de gente es brío social y comercial. Si hay tráfico fluido de sangre en las venas, está el cuerpo sano y lozano. La hoja del árbol al suelo, tráfico de naturaleza, trajo el otoño. Las aceras brillantes, son tráfico de agua de las máquinas limpiadoras. El tráfico del vino desde la copa a tu boca. El tráfico de familiares en el tanatorio rompe el llanto y alegra el alma del dolorido. El movimiento de las nubes en el cielo trae lluvia, tráfico de gotas. La ordenación de las moléculas de agua trajo el hielo y el invierno, tráfico de átomos. Mis dedos buscan sitio en el teclado, tráfico dáctil, y escriben esto que tú, en un parón del tráfico diario, lees. Neuronas que se mueven en la autovía de nuestros cerebros, tráfico anti demencia.

El tráfico de hojas en un libro: pasan las páginas y con ellas, pasan historias hacia nuestra mente. Palabras que fluyen en una conversación, tráfico oral conectando pensamientos. Los rayos del sol atravesando una persiana son el tráfico luminoso que despierta el día o te levanta de la siesta. Las notas lejanas de una melodía llenando una calle, tráfico musical que viaja en el tiempo. El tráfico de la savia por el interior de las plantas hace crecer las flores y traerá la primavera. Los atascos de hijos en casa, tráfico de niños, genera hogar. El café moviéndose por la cafetera, tráfico de posos que nos despierta cada mañana. Eso que piensas y no dices, atasco de palabras. El tráfico de hilos construye la ropa. Maletas en la cinta transportadora del aeropuerto, tráfico de encuentros y despedidas.

Apagar la luz, cortar el tráfico eléctrico y encender la mente cada noche. Vagones de cansancio construyen los sueños, tráfico de oníricas ideas. Ladridos de perros, tráfico animal sin respuesta. Termómetros subiendo, tráfico de mercurio que anuncia el verano. El cepillo entre tus dientes, tráfico de espuma. El peine entre tu pelo, tráfico de púas. Tres pares de zapatos que nunca te pones, tráfico parado. Emails por responder, tráfico desganado de bytes. El plano de la eclíptica, tráfico de planetas en nuestras nocturnas cabezas. El tráfico de pintura arregla una pared, el de ladrillos levanta un muro, el de casas construye pueblos, el de ciudades genera países.

Tráfico de influencias en la televisión, en nuestros bolsillos. Tráfico de drogas que destroza cuerpos. Ley seca rota por el ilegal tráfico de alcohol. Tráfico de cristianos mintiéndose a sí mismos y de ateos mintiendo a otros. Carritos en el supermercado, coches en la gasolinera, jóvenes en la discoteca, colas de tráfico, tráfico en colas. Tráfico de desempleados en la cola del paro, tráficos habituales y por ello no menos dolorosos. Esperas en las máquinas del gimnasio, en la salida de una carrera, tráfico de músculos. Tatuajes que acabas borrando, tráfico de tinta y piel y cicatriz y sol y manchas.

Horarios, campañas, deadlines, presupuestos, creatividades, objetivos, nóminas, impuestos y sonrisas en la cara, tráfico de días en mi trabajo, de quince años creciendo, impulsando y construyendo. Tráfico de años propios, casi medio siglo a las espaldas.

Pequeñas cosas que se combinan como fenómeno emergente en entidades superiores con el mismo poco sentido que tenían ellas solas de manera aislada, sin tráfico.

Tráfico que creemos que necesitamos y no lleva a ninguna parte.

Atasco.

¿Por qué tantas empresas mueren jóvenes?

En 2025, N7 cumplirá 15 años. Y no es solo una cifra, es una declaración de intenciones. En un país donde más del 60% de las empresas no superan los cinco años y apenas el 30% llegan a los diez, cumplir tantos ya no es casualidad, es el resultado de decisiones difíciles, trabajo constante y una buena dosis de capacidad de adaptación (con algo de audacia e intuición, no cabe duda). Cada año que pasa es una prueba superada, un recordatorio de que, a pesar de las dificultades, seguimos aquí creciendo, aprendiendo y, sobre todo, disfrutando del camino.

Cuando arrancamos en 2010, el panorama era muy distinto. Las redes sociales apenas comenzaban a dar sus primeros pasos y la digitalización del marketing sonaba más a futuro que a presente. Ahora todo ha cambiado y, con ello, la manera de comunicar y conectar con los clientes. Desde el principio, entendimos que adaptarse no era suficiente: había que anticiparse. Mantenerse actualizado en un sector que no deja de moverse es fundamental, pero también lo es saber rodearte de las personas adecuadas. En estos casi quince años, he visto cómo el mundo de la publicidad pasaba de ser un terreno bastante estable a convertirse en un lugar donde todo cambia a velocidad de vértigo. Y aunque me gustaría decir que lo teníamos todo previsto, la verdad es que no. Simplemente, hemos ido adaptándonos. Aprendimos que no basta con ser bueno en lo que haces; tienes que estar dispuesto a reinventarte cada vez que las reglas cambian. Y cambian continuamente.

La realidad es que sacar adelante una empresa no es una aventura heroica ni un cuento inspirador. Es algo mucho más mundano y agotador: es un ejercicio continuo de aguante, pragmatismo y decisiones difíciles. No hay un momento en el que sientas que ya lo tienes todo bajo control, ni un punto en el que te relajes. Lo único que cambia es que aprendes a convivir con la incertidumbre y a gestionar mejor el desgaste.

Pero si hay algo que realmente marca la diferencia, no son las estrategias, ni las herramientas, ni siquiera el producto. Son las personas. Mi equipo es el motor de N7. No somos muchos, pero somos los necesarios. Quince personas comprometidas que han sido clave para nuestra trayectoria. Aquí no hay jerarquías eternas ni títulos intocables: todos somos imprescindibles, pero ninguno es insustituible. Más allá de las estrategias, las tecnologías o las herramientas, cuidar a las personas que te rodean es lo que realmente marca la diferencia.

El crecimiento también ha sido una de nuestras apuestas, siempre desde la sostenibilidad y sin prisas, priorizando la calidad sobre la cantidad y apostando por relaciones a largo plazo con nuestros clientes. Nos hemos permitido decir “no” cuando algo no encajaba y enfocarnos en lo que realmente aporta valor. También he aprendido a no dejarme llevar por la obsesión de crecer por crecer. Durante los últimos años hemos aumentado la facturación continuamente, sí, pero siempre con una idea clara: no queremos ser los más grandes, queremos ser los mejores en lo que hacemos. Crecer no es una meta, es una consecuencia. Y hacer crecer al equipo al mismo ritmo. No tomamos decisiones pensando en números rápidos, sino en relaciones duraderas, y quizá por eso, muchas de las empresas con las que empezamos hace más de una década siguen hoy a nuestro lado.

Y luego está la marca. Porque, si algo he aprendido en este sector, es que lo único que diferencia a una empresa de otra es lo que representa, lo que transmite y lo que la gente espera de ella. Trabajar en nuestra propia marca ha sido tan importante como hacerlo para los clientes. Es un ejercicio de honestidad: predicar con el ejemplo y construir algo que no solo funcione, sino que también te haga sentir orgulloso. Cuando miro hacia atrás, veo errores, momentos de duda y decisiones que cambiaría. Pero también veo crecimiento, no solo de la empresa, sino personal. Porque al final, dirigir un negocio no es solo aprender a ganar; es aprender a perder, a levantarte rápido y a no dar nada por hecho. También participar continuamente en cursos, conferencias y eventos me ha permitido no solo compartir conocimientos, sino aprender de otros sectores y puntos de vista. Esto, al final, se traduce en nuevas ideas, nuevas estrategias y nuevas formas de abordar los retos.

Quince años no son un punto de llegada, ni mucho menos. Es más tiempo del que la mayoría consigue, pero tampoco es garantía de nada. Cada día seguimos peleando, tomando decisiones y, sobre todo, aprendiendo. Porque si algo tengo claro es que, aunque las empresas no tienen por qué durar para siempre, la forma en la que las llevamos dice mucho de nosotros. Así que, ¿por qué tantas empresas mueren jóvenes? Porque esto no es para todo el mundo. Y no pasa nada. Pero si decides intentarlo, ve con todo pues “…los grandes éxitos resultan de trabajar y saber esperar…”

Al final lo que cuenta no es cuánto tiempo dura una empresa, sino cómo decides vivirla mientras existe.

¡Y ahora vamos a por la mayoría de edad! ¿Nos acompañas?

India, mucho más que un país

Pocas palabras tienen tanto peso en el imaginario colectivo como “India”. Al menos pocas transmiten sin más apellidos un concepto tan amplio y variado como concreto y decisivo. Un fin, una meta, un propósito, un destino. India no defrauda, superando cualquier expectativa que hayas podido montarte en la cabeza, pero al mismo tiempo (también sin sorprender a nadie) no es un país para todo el mundo, ni mucho menos: un torbellino que golpea los sentidos y reta cualquier esquema preconcebido.

Acabo de volver a casa con una de las resacas emocionales más grandes de mi vida, una semana de viaje por motivos empresariales para intentar entender mejor un mercado que crece con el mismo vértigo que sus ciudades. Y como siempre en mi caso conjugo trabajo y placer: perderme entre su gente, sus rincones y sus historias.

Bombay y Nueva Delhi fueron las dos caras de mi viaje, ejemplos perfectos de los contrastes de este país donde una reunión en un moderno rascacielos puede tener como telón de fondo el barrio de chabolas más grande del mundo: continuo choque entre lo nuevo y lo antiguo, entre la riqueza desbordante y la miseria más absoluta, entre un místico que escasamente se alimenta y habita en la puerta de un templo, justo al lado de un chaval enganchado a su teléfono móvil, formando un caos abrumador que golpea sin piedad ni descanso. Edificios gubernamentales compartiendo espacio con mercados caóticos rodeados de basura por todos lados y cientos de monos salvajes, donde los fortísimos olores de todo tipo y el sonido de cláxones se mezclan hipnóticamente, todo ello envuelto e impregnado de la mayor contaminación acústica y atmosférica del planeta.

Desde el punto de vista empresarial, la India es una lección de agilidad, con una clase media que comienza a hacerse hueco, un comienzo de cambio político y donde todo se mueve rápido, pero nunca de forma lineal o habitual para nuestros estándares del mundo occidental. Las reuniones pueden empezar tarde o muy tarde, pero cuando arrancan el nivel de compromiso y creatividad compensa cualquier retraso. Agilidad de agenda y tranquilidad de trato, encuentros largos y relajados, hablando de lo divino y de lo humano, de la familia y de los negocios, pero todo a su tiempo, todo en su momento: la flexibilidad no es solo una habilidad deseable, sino una necesidad en un entorno donde las reglas se redibujan constantemente. India se dirige a su lugar en el mundo, ya veremos cuándo y cómo lo alcanza.

Objetivos cumplidos a nivel negocio, pero más “beneficio” saqué de otras fuentes, pues fuera de las rutas “oficiales” lo que más me ha impactado, como siempre, es la gente. Somos animales de costumbres, somos animales de grupo, somos animales de contacto. O al menos yo lo soy y así me siento siempre. Monté en decenas de tuctucs, buscando mínimos huecos entre reuniones y exprimiendo cada minuto (ya me conocéis) negociando el precio sobre la marcha, tras conversar un rato antes de entrar en harina trayectos de ida y vuelta, te esperan el tiempo que haga falta. Sonrisas que son puentes. No importa que no hables el idioma o que no entiendas del todo su genial acento inglés o sus costumbres, mirarse a los ojos lo atraviesa todo. Los mismos ojos con los que te deslumbra su majestuosa arquitectura, sus laberínticas calles, su descontrolado tráfico y tus propias contradicciones: admiras un monumento conocido mundialmente, mientras personas desmembradas mendigan por la misma calle: difícil procesar tanta belleza y dolor en un mismo parpadeo. Quizás la clave esté en aceptar sin cuestionar, como hace la India encontrando su equilibrio en medio del desorden, para encajar sólo las piezas que estén a tu alcance, dejándote guiar en las que te faltan, aunque nunca completarás ese puzle interminable.

El ruido, los olores, los colores y la sobrecarga sensorial te pueden pasar por encima, no es un país para todos, como decía más arriba, sólo para aquellos que estén dispuestos a abrirse a algo que, sin remedio, te cambia y te guía para entender que el mundo está lleno de profunda relatividad y contraste, un aprendizaje a la navegación, como cuando se llega en barco a la puerta del océano Índico, con flexibilidad y una sonrisa. Esa será siempre nuestra mayor ventaja competitiva. Y no estoy hablo de negocios.

Todas estas frases me han venido a la cabeza a la hora de redactar y titular este post:

  • «India: impactante, caótica y transformadora en 7 días»
  • «Lo que no te cuentan de India: contrastes brutales en Bombay y Delhi»
  • «Viajar a India me cambió la vida: olores, ruidos y lecciones empresariales»
  • «India en 7 días: un viaje entre el caos y la belleza»
  • «El país que golpea tus sentidos: así viví India»
  • «Bombay y Delhi: el contraste de India en primera persona»
  • «India: descubriendo la magia y el caos de Bombay y Delhi»
  • «India en estado puro: entre negocios, historias y caos»
  • «De los rascacielos a las chabolas: mi semana en India»
  • «India como nunca te la han contado: belleza y contrastes»

Fango real

La imagen del Rey de España cubierto de barro, manchado por la ira de un pueblo desesperado, es ya un símbolo de esta crisis y quizá de nuestra historia reciente. Cuando la gestión (y la comunicación) de una emergencia falla, el fango alcanza a las autoridades, tan literal como metafóricamente. La escena habla por sí misma, poniendo de manifiesto cómo la conexión entre instituciones y ciudadanía es más frágil que nunca. No me cabe aún en la cabeza la magnitud de este desastre humano en pleno siglo XXI. Es que no hay palabras. Y menos aún para esa capacidad de empatía cero de algunos desde un atril, parapetados en una barrera de micrófonos y un mensaje mal entregado, un canal de alerta que llega tarde o una visita a destiempo: algo que ya viene de ayer mal cuidado, tiene mal arreglo hoy.

En cuanto las autoridades no han respondido a las expectativas, las redes sociales han llenado el vacío. Esta crisis es el caldo de cultivo ideal para las fake news, circulan cientos mensajes que distorsionan la realidad, sin filtros y sin pausa, una información tan confusa que no sabemos ya ni distinguir lo cierto de lo inventado. Cuando la incertidumbre es el terreno, la desinformación es esa mala hierba que se extiende con rapidez. Y no es casualidad que esto ocurra cuando las instituciones están descoordinadas y rebasadas. La compleja red de competencias entre Gobierno, Comunidades Autónomas y Ayuntamientos ha hecho que cada cual asuma (malamente) la gestión de una parte, tirando balones fuera sin tener en cuenta (o no estar a la altura) el panorama completo y las desgracias personales, provocando una desconexión evidente. Si la gente pierde la confianza en las instituciones que deberían velar por su seguridad, el golpe no es solo para su imagen, sino para la propia esencia de las mismas. Creo que nunca habíamos vivido algo así en la España reciente, y tengo casi 50 años, un país referencia en Europa y en el mundo.

Una cosa es comunicar en tiempos de calma y otra en medio del caos, cuando el mensaje que no se emite o no se entiende puede tener consecuencias graves. La comunicación en crisis es mucho más que relatar lo sucedido: es el canal que salva vidas, la certeza que evita el pánico, el compromiso de que alguien está ahí para responder. Y esto no se ha conseguido, ni de lejos. ¿Qué podríamos aprender de todo esto? Quizás el principal recordatorio sea que, en una crisis, la credibilidad de una marca o una institución se convierte en su principal activo. La confianza no es una concesión: se construye, se sostiene y se renueva cada día. Y en el caso de las instituciones públicas esa confianza no puede estar en riesgo por falta de previsión, por conflicto de competencias, por carencia de visión estratégica o por total ausencia de un mínimo sentido de servicio público.

He dudado mucho sobre escribir esto, con la tragedia todavía en curso, sin saber el número final de desaparecidos, pero las caras de las personas que ayer lloraban podrían ser mi familia: tengo el cincuenta por ciento de sangre valenciana y no he podido evitar lanzar esta crítica, fácil desde mi casa, seca y a salvo, pero que intenta aportar algo de luz entre tanta oscuridad. Comunicar y empatizar, tan fácil desde la teoría, pero tan difícil cuando la interesada e infantil política en la que hace tiempo vivimos en este país lo mancha todo con un fango tan real como la tragedia. Incompetencia, mediocridad e inadecuada preparación. Algo tan básico y que se nos exige a cada paso y cada día a todos los trabajadores de España… ¿Por qué a ellos no?

Descansen en paz todos los fallecidos y toda mi fuerza a los que seguís sufriendo.

FOTO: EFE

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Publicado en La Verdad de Murcia
Noviembre 2024

Otoños

Todo el mundo sabe que el año no empieza en Enero. Pero tampoco en Septiembre. El ciclo anual comienza ahora, cuando el calor por fin se va y el frío obliga a ponerse en marcha de nuevo. Esta mañana ha sido la primera que veo a gente por la calle ajustándose la ropa, como si se dieran un abrazo a sí mismos, ese precioso gesto que confirma la llegada siempre sorpresiva, al menos en Murcia, del otoño.

Nueva estación y nuevo reto personal: vuelvo a estudiar chino. Sí, 13 años después de aprobar segundo en la escuela oficial de idiomas y tras haber probado el japonés para aprender a decir cuatro tonterías en el próximo viaje al maratón de Tokio, me he matriculado en tercero, desempolvando antiguos apuntes y retomando un idioma que, de tan difícil, se ha convertido en la última pelea que me empuja a recordar lo que constructivo que es ser novato otra vez. Esa incomodidad constante que, si te paras a pensar, es la única señal de que todavía sigues avanzando, de que no te has quedado estancado.

Hablando de cambios, mis hijos, adolescentes ya, están en su propio otoño. Se resisten, cuestionándolo todo y poniendo a prueba cualquier cosa que pasa por sus narices, normal, me obligo a pensar, pero qué complejo de lidiar en el día a día en casa, una plena transformación que les llevará a donde ellos quieran, sin duda y sin nosotros, sus padres que, desde la distancia, estaremos orgullosos de haber perfilado alguna parte de sus futuros caracteres. Menos mal que para este camino tengo la mejor acompañante posible. Ellos aprenden, nosotros más. Y ellos, como nosotros, como todos, continuamente empezando de nuevo, lidiando con la inestabilidad. Conociéndonos y aceptándonos.

En el trabajo la historia es distinta aunque la sensación es la misma: continuo comienzo y paradójicamente continuo cambio. El año que viene cumplimos 15 años, nada menos y, con la suerte de que nunca nada es estático, necesitamos funcionar con las mismas rutinas a nivel equipo (ya somos 15 personas), justo ahí donde la cosa se pone interesante. Los cada vez más grandes nuevos proyectos nos empujan creativamente a probar ideas que tal vez no parezcan seguras. ¡Qué preciosa ciencia inexacta! La agencia tiene su propio ciclo de evolución y el constante de cambio es lo que mantiene a todo el equipo en movimiento.

El frío que por fin asoma hoy es una señal. Madrugadas más cerradas, tardes más cortas, la oscuridad que llega temprano haciendo que todo tenga otra intensidad, otra oportunidad. Cada otoño trae la ocasión de revisar lo que has hecho y, si es necesario, cambiar de dirección. Estación perfecta para afinar el rumbo, ajustarlo o, si hace falta, rehacerlo desde cero. Porque al final ese es el verdadero significado de esta época: moverse, adaptarse y, por encima de todo, volver a empezar, pero nunca desde el mismo sitio.