Lo que da miedo.

Mis hijos preguntan mucho. Como todos los hijos. Y claro, suelen preguntar cosas de niños, cuestiones que imagino pasan por sus cabezas y tras un breve intento de asimilación fallido sueltan sin maldad, sin criterio adulto pero con lógica aplastante. La mayoría de veces son las típicas preguntas infantiles que todos hemos oído mil veces. Otras te dejan descolocado, sin saber qué responder, buscando una mirada cómplice en tu mujer mientras aguantas la risa. De vez en cuando también sus dudas son más profundas. Crecen sus huesos, sus cerebros, sus inquietudes. «Papá, ¿a ti qué es lo que te da miedo?» fue el postre de mi hija en la cena de ayer. A quemarropa. Ocho y seis años tienen ya mis vástagos. Respondí una tontería. Luego me puse a pensar.

Hija, a mí lo que me da miedo es sentir con estas situaciones lo rápido que pasa el tiempo y que seamos incapaces de asimilarlo. Me da miedo la velocidad a la que vivimos todo, no hemos terminado una cosa y ya estamos pensando en la siguiente. Me da miedo que nuestros sentidos se hayan atrofiado de esta forma, que tengamos una coraza de insensibilidad delante de nuestras narices y no podamos destrozarla de un puñetazo. Que estemos acostumbrados a funestas noticias a diario que nos golpean con la mísera intensidad de una hoja al caer de un árbol.

Hija, a mí lo que me da miedo es que paradójicamente al mismo tiempo estemos anclados en el pasado haciendo bueno ese refrán que tanto odio sobre los mejores tiempos. Y es que hoy es el pasado de mañana, a ver si de una vez somos capaces de disfrutarlo entonces, aunque sea a cuenta del futuro. Me da mucho miedo que seamos capaces de ocultarnos tras una careta para criticar al vecino, que hace exactamente lo mismo que hacemos nosotros. Que lo mediocre sea normal.

Hija, a mí lo que me da miedo es que pasemos más tiempo mirando pantallas que a la gente que tenemos al lado. Estos aparatos tan útiles que acercan a los que tenemos lejos y alejan a los que tenemos cerca. Me da miedo no saber aprovechar las grandes oportunidades que se nos cruzan a diario. Que se nos vaya la gente y no nos duela como antes. Quizá se trate de un dolor más profundo, pero seguro que menos duradero. Me da miedo que tengamos todo el tiempo del mundo y no sepamos qué hacer con él.

Y lo que más miedo me da son los miedos que puedas tener y aún no sepas. Que tú también sufras con estos errores. Estás a tiempo de ser consciente de ellos, de verlos en los adultos que te rodean, de evitarlos. Y si los cometes, al menos no te arrepientas, el mayor miedo es tener miedo de tus miedos. Sólo así serás tú misma.

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tom
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ículo publicado en La Verdad de Murcia el 15 de Junio de 2016

Fecha original de publicación:15 junio, 2016 @ 20:06

Temperatura relativa

Los cuerpos, como superficies que son, reciben continuos impactos que moldean su estado, varían su composición y alteran su temperatura. Las llaves, por ejemplo, al sacarlas del bolsillo en verano tienen un tacto totalmente diferente al que reciben de ellas tus dedos en pleno invierno. Las llaves son las mismas, tus dedos también. ¿O no? El plano atmosférico modifica lo inerte y lo vivo, lo blando y lo duro, el continente y el contenido. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuánto?

Un algo invisible, intocable e inodoro (la mayoría de las veces) atravesando sin mayor complicación los átomos que componen las aparentes superficies sólidas que forman tu cuerpo. Unos átomos que ya existían cuando hace cuatro mil quinientos millones de años se formó la Tierra. Y tú pensando que eras único.

Mi abuela decía que sabía que iba a llover cuando le dolían las manos, hay quién se deprime cuando está nublado y otros prefieren el poso romántico que provoca la lluvia. El clima modificándonos. Por dentro y por fuera. Y de manera diferente a unos y a otros. Porque si lo piensas, como si de algo físico se tratara, moldea nuestros actos en desigual intensidad y sentido. Personalmente no hay día que no me levante destemplado, de frío o de calor y con esa sensación personal traslado a mis hijos el clima que intuyo me espera al subir la persiana y abrir la venta cada mañana. El previsible estado de ánimo. Chicos, hoy hace frío, abrigaos bien para ir al cole. Y luego nada, calor. O eso dicen ellos, aunque sus cuerpos, con las hormonas de parranda, casi siempre están orientados en dirección contraria a la mía si hablamos de grados.

La temperatura es relativa y sus afectaciones también, las sensaciones nunca son completas, consistentes o unívocas, se nutren de las anteriores y de paso van formando las que vendrán, construyendo lo que fuiste, eres y serás. Cuidarlas, entenderlas, sentirlas, vivirlas y aceptarlas, pero al mismo tiempo intentar controlarlas, haciéndolas más enteras y menos viscosas. Como barro en las manos del alfarero, sintiéndote por ello poderoso, como pequeña muestra quizá de un súper-poder a tu alcance, como al sentir frío te tapas o al tener calor buscas la sombra, no para evitarlos sino para regocijarte en la aceptación.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
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Artículo publicado en La Verdad de Murcia
Marzo de 2021

Nostalgia de lo auténtico

Es febrero en Murcia y el sol ya pica. No es algo nuevo por aquí. Lo diferente esta vez es otra cosa. La primavera se abre paso, con dos meses de adelanto y paso firme, tras una nueva vuelta al Sol, como siempre. Los cambios de estación provocan melancolía.

En estos días de funambulismo echamos de menos más que nunca, saltando de liana en liana, evitando por centímetros darnos de morros contra el suelo a lo trapecista. Lo que teníamos y no valorábamos. Música que suena distinta, películas lucen raro, lecturas que acompañan un poco menos, rodeados de un continuo ensayo general, una frialdad contagiosa, un estado catatónico. Un desasosiego constante observando el entorno a través un muro de metacrilato, esta morriña perpetua, la sensación de haber vuelto a la casilla de salida, de vivir en una fase beta siempre a punto de relanzarse, pero no.

Nostalgia de improvisar una cena romántica con tu mujer sin tener que hacer imposibles malabares, que tus hijos jueguen a lo burro con otros niños, de abrazar a tus padres y hermanos, cantar a voz en grito mientras suena tu canción preferida en un bar abarrotado, buscar un hueco a codazos en la barra con tus amigos, compartir con un desconocido un mini de cerveza en un concierto, ayudar a llevar las maletas a un abuelete en el aeropuerto, dar la mano a un cliente tras cerrar un trato, cruzar la línea de meta y abrazarte empapado en sudor al que te acaba de ganar por un segundo, un café al sol en una terraza abarrotada.

Nimiedades hace un año, reveladas ahora como lo único importante de nuestras vidas. Ojalá cuando volvamos a poder disfrutarlas sepamos valorarlas, porque capaces somos de darlas por sentado de nuevo cuando esto pase, que pasará, y entonces sí que nos mereceremos su pérdida. Su robo, su arrebato, porque esta vez ha sido a mano armada y con premeditación.

No sé si por haber estrenado gafas de cerca, pero intuyo que no hay medicina para este amago de depresión, para este inicio (o final, a saber) de la midlife crisis, lo auténtico volverá sólo cuando podamos volver a juntarnos, el ser humano es humano por eso, por relacionarnos, socializar, tocarnos, por eso que no vale nada, pero nos lo devuelve todo. Por eso que ahora nos falta.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
Febrero de 2021

Y esa luz.

Siempre hay alguien que de un tortazo nos devuelve a la tierra, nos pone en contexto, consigue que olvidemos las tonterías que nos rodean y hace que, de un plumazo, sintamos lo que debemos sentir, dejando de lado aspectos superfluos de nuestras vidas.

Hace cuatro días el directo a la mandíbula nos lo dio un chaval, a unos metros de donde estábamos, que decidió suicidarse colgándose de un balcón usando para ello sus propios pantalones. Así como suena. Más crudo escribirlo casi que vivirlo, la velocidad de los acontecimientos en directo supera cualquier película. Lo hizo en mitad de la noche, justo cuando por su lado pasaba la procesión del Viernes Santo de Yeste, en un completo silencio que alguien rompió a grito pelado pidiendo un médico. Mi cuñada, embarazada, enfermera y mujer fuera de serie, salió disparada a echar un cable. Afortunadamente, nos contaba luego, todo quedó en un susto. Misión fallida.

Nosotros salíamos a dar un paseo tras la cena en familia, para ver las rurales, entrañables y religiosas procesiones locales, por unas calles muy estrechas y muy a años luz de Los Salzillos de Murcia, con S y Z, en las que por falta de gente que cargara los tronos me vi arrimando el hombro, nunca mejor dicho, en el Santo Sepulcro, dicen que el más pesado de los que desfilan. Antes de los 40 voy a hacer todo aquello que siempre he criticado. Se trata de una urna de madera y cristal que cobija a un Cristo tumbado. Yacente. Muerto. Espejo de ese chico que quiso quitarse de en medio. Centímetros abajo el armazón es atravesado por dos largas varas, cazadas con pequeñas cuñas para impedir holguras que cayeron peligrosamente varias veces durante el recorrido. Tuvimos que ajustarlas a golpes usando los estantes como martillo. Centímetros arriba un montón de kilos. Un montón de Fe. Y en los extremos dos lazos abrazan como pueden un almohadón intentando amortiguar el peso que cuatro únicos costaleros esquinados sienten en el lomo. Sentimos. Sufres al sentir cómo resbala y la madera se te clava en los huesos. Ser el más alto e inexperto causó estragos en mi espalda. Íbamos dando relevos por parejas, cruzando un pueblo que ya es mi pueblo, mirando de reojo, complicidad y sorpresa a mi mujer en cada recodo. Mis hijos no daban crédito. «Papá, ¿te duele?» Me preguntaban medio en gestos medio en susurro. Pues sí, duele, pero más dolía pensar en el chaval que nadie se quitaba de la cabeza.

Y esa luz. Del cielo estrellado iluminando las calles apagadas. De la pasión de los feligreses que tenía a medio metro. De la que quizá vio el muchacho al final del túnel. Del trono encendido con bombillas de alto consumo deslumbrándome.

De la Luna llena.

Deslumbrándonos a todos.

 

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tom
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ículo publicado en La Verdad de Murcia el 30 de Marzo de 2016

Racataplá

La Semana Santa es un tambor con tornillos que se te clavan en el muslo. Tiene la piel suelta y está manchado con restos del año pasado, guardado sin limpiar con suerte los parches no están rajados al volver a sacarlo de su funda. El Miércoles Santo llega siempre de sorpresa, a veces lloviendo y con frío, a veces con sol abrasador y manga corta. Bendita Luna llena. Curioso cambio de hora. Me levanto por la mañana con tembleque en las manos y nervios en el estómago. Hellín tiene la culpa. Durante tres cuartas partes de mi vida he repetido hasta aburrir que hoy es mi día preferido del año y que no me lo perderé nunca. La Semana Santa es mucho más que procesiones.
Comenzar el día con un café en el Monterrey. Subir López del Oro hasta Las Valencianas, rodear el parque y subir hasta la Plaza, atravesar el Rabal plagado de gente con el racataplá zumbando rítmicamente en tus oídos, marcado por algún bombo que organiza el caos. El sonido te perseguirá varios días hasta en los ruidos más mundanos. Saludar a los amigos de La Bajera, tomarte algo en La Farándula, recordar a Manolo el Bambu. Y dejarse llevar, tocar hasta alcanzar ese punto que sólo se entiende con los palillos quemándote los dedos, la túnica negra, el pañuelo al cuello y sintiéndote al mismo tiempo parte del todo que te rodea y aislado del mundo, hasta que llega ese momento efímero de penumbra tras ponerse el sol, de noche pero con luz, la mítica hora azul. La hora de escapar a casa porque una retirada a tiempo es una victoria. Pero no te retiras. Y al día siguiente no has ganado. Estás perdido pero contento.
Han sido cerca de veinte años seguidos hasta que fallé por un viaje de trabajo al otro lado del charco. Y lo pasé mal, incluso tomando mojitos en el Caribe. Hay nostalgias irremediables. Ahora, con los pelos de punta mientras escribo, asumo que hoy echaré de menos tocar en Hellín. Nos vamos a quedar en Murcia como ya hicimos hace dos años. Decidimos romper los planes, pasar aquí las fiestas y nos encantó la experiencia. Veremos con la urbe apagada la Procesión del Silencio del Jueves Santo en la que salí alguna vez en esa adolescencia sembrada de contradicciones. Esa edad en la que no sabes si tienes convicción o simple curiosidad, esnobismo o pasión, egoísmo o imitación. La fe no se hereda, se gana a pulso. Como dice Franco Battiato: «Viva la juventud… que afortunadamente pasa.»
Me va a doler no estar hoy en la Ciudad del Tambor. Y eso que las tradiciones están para seguirlas. Aunque las tradiciones también están para cambiarlas.

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
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Artículo publicado en La Verdad de Murcia el 23 de Marzo de 2016

Pablo

Pablo salió de trabajar el 7 de octubre. Volvía a casa en bicicleta como cada día cuando su vida se detuvo. Un coche se lo llevó por delante. Seguro que en su cara había una sonrisa un segundo antes del accidente. Estuvo varios días en coma y cuando despertó nos miró, despistado, y sonrió de nuevo. Joder, la mejor sonrisa de nuestras vidas. Después volvió a dormirse envuelto en negrura y unos dolores que no se los deseo a nadie y esta vez pensamos que ya no volvía. O que volvía otra persona distinta a nuestro hermano pequeño.

Pablo abrió los ojos de nuevo, con kilos de menos y problemas de más, decenas de fracturas y heridas por el cuerpo. Horribles las que se veían, preocupantes las que se intuían, incomprensibles las que permanecían ocultas. Quería soltarse de la cama del hospital donde pasó más de un mes. Fueron noches eternas muertos de miedo en un estado constante de inconsciencia y pánico. Dicen que en esos momentos se recupera la fe, no he tenido nunca la suerte de sentirla, pero sí tuve sentimientos raros, especiales. Como cuando murió mi abuela Aurora. No he ido nunca a misa pero paso por el cementerio a hablar con ella siempre que puedo. Qué raro es el ser humano, qué anomalías tenemos en la cabeza.

Pablo se quedó sin trabajar, sin entrenar, sin estudiar. Tuvo que dejarlo todo por obligación: su trabajo, su carrera universitaria, sus scouts y su triatlón. Su vida. Pero la vida no se le iba a ir, no le tocaba porque lo que le toca es recuperarse paso a paso e ir retomando sus rutinas. Cuánto las echamos de menos cuando las perdemos. Puedo reconocer que algunas visitas al hospital eran medicina para nosotros, íbamos a animarle y salíamos animados, algunos somos tan débiles que se nos rompe un simple menisco y nos hundimos. Ahora tiene otro trabajo, ir a rehabilitación física y mental a diario. Trabajo duro, tajo que amarga y del que sale airoso cada día con esa sonrisa que nos desmonta, aunque le cueste escuchar, aunque le cueste ver, aunque le cueste andar.

Pablo nos ha demostrado muchas cosas en estos cinco meses: la entrega de la familia, el poder de la amistad, el apoyo de los compañeros, la profesionalidad de los médicos, la implicación de las enfermeras, el ejemplo del resto de enfermos recordándonos que siempre hay un pozo más profundo. Pablo tiene un don, devuelve más de lo que le recibe, sigue riendo cada día y la lección que nos está dando cada instante no se aprende en ningún sitio. Dice que la vida le ha dado otra oportunidad pero se equivoca, la oportunidad es la nuestra de tenerle desde 1993.

Vamos Pablo. Yo de mayor quiero ser como tú.

 

Nacho Tomás – Un tuitero en papel
Artículo publicado en La Verdad de Murcia el 2 de Marzo de 2016

Envidia

La primera envidia que recuerdo fue con las zapatillas de deporte de mis compañeros de colegio, lloraba a mi madre para tener unas iguales, pero no llegaron hasta que el verano de los trece años estuve trabajando en el campo para poder comprármelas. Sentí envidia de las buenas pagas semanales de mis amigos, así que me metí a Telepizza para esos caprichos que mis progenitores no pudieron darme. Tuve envidia de los que tenían coche y ahorré para uno de quinta mano. Iba a conciertos y me daban envidia los músicos, me compré una batería, practiqué mucho y acabé subido en varios escenarios con un grupo que lo petaba. Luego tuve envidia de los que tenían una familia feliz y también tuve la suerte de encontrar alguien con la que formarla.

Envidié a aquellos que emigraron de mi pequeña ciudad a iniciar sus vidas fuera, entonces me fui a Madrid a por mi primer curro serio. Comencé a trabajar y envidiaba a los compañeros que viajaban mucho, así que aprendí para acompañarles llegado el momento. Subí ese escalón y me dieron envidia mis jefes, así que seguí aprendiendo para ser uno de ellos, cuando lo fui me dieron envidia los que no lo tenían, dejé un trabajo con un sueldo que nunca volveré a tener y me lancé al mundo freelance. Me dio envidia la vida de la pequeña ciudad, así que volví de nuevo a Murcia pasados unos años.

Cuando era autónomo sentí envidia de los empresarios, creé mi primera empresa y fracasé estrepitosamente. Tras varios intentos por fin me fue medio bien y entonces me dieron envidia los que tenían tiempo libre para hacer sus cosas y tele-trabajé desde casa para priorizar mis preferencias. Volvió a darme envidia la música y me compré una guitarra para tocar en los tiempos muertos. Cuando estudiaba tuve envidia de aquellos que transmitían su conocimiento en las ponencias a las que asistía y entonces me preparé para hablar en público con algo interesante que contar. Y gano una buena parte de mi sueldo actualmente con ello.

Cuando pesaba noventa kilos me dieron envidia los que estaban en forma y encontré horas debajo de las piedras para entrenar y hacer mi primer maratón. Luego me dieron envidia los triatletas, así que volví a entrenar y terminé haciendo un podio veterano en mi última competición oficial.

A estas alturas de mi vida debo reconocer que siempre he sido un envidioso. Y seguro que seguiré siéndolo y por ello me esforzaré todo lo que esté en mi mano en lugar de expresarlo con odio y malas babas en las redes sociales.

¡Salud y envidia sana!

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
4 de noviembre de 2020