Una peli para trabajarte

Hay que reconocer que esta gente sabe hacer películas. Saben qué botones tocar en las pantallas, en los dibujos y, por encima de todo, en nuestro interior. Como la buena música, que te lleva hacia las sensaciones que ella quiere, jugando contigo como una hoja rendida a los deseos de ese pequeño remolino de aire que se forma en la esquina de una calle.

La segunda parte de «Inside Out» (traducida como «Del revés» en España) es una joyita más mental que cinematográfica, aunque también pues últimamente los guionistas saben que a las salas de cine van familias enteras (por cierto estaba casi lleno nuestro pase, no recuerdo la última vez que veía algo así, maravilla) a disfrutar juntos pero de manera diferente lo que con maestría saben exponernos estos genios de Pixar y/o Walt Disney. Para tomar nota también la maravillosa campaña de marketing a nivel internacional en general y en España en particular, con un elenco de dobladores elegidos con ojo clínico: Michelle Jenner, Rigoberta Bandini, Chanel o Gemma Cuervo, entre otros.

A los cinco sentimientos básicos de la primera parte: alegría, tristeza, ira, miedo y asco, se suman, al tiempo que la protagonista ha pasado de la niñez a la adolescencia, otros cuatro protagonistas, magistralmente conseguidos: ansiedad, vergüenza, envidia y algo llamado «ennui» que representa ese tedio vital que sienten los jóvenes en algunos momentos de su vida. Mención aparte a la anciana nostalgia que aparece un poco a destiempo, dando a entender en un par de escenas muy graciosas especialmente para los padres, que tendrá un papel más importante en las siguientes secuelas, que las habrá más que seguramente.

La película es maravillosa porque explica perfectamente (al igual que los viejales de mi generación entendemos que el cuerpo humano venía representado por aquella mítica serie de dibujos animados de los ochenta) cómo entre todos estos sentimientos se va forjando la personalidad de una persona, cómo entre todos ellos generan sensaciones más complejas como el sarcasmo y cómo el correcto equilibrio entre todos puede hacernos mejores personas, dejando entrar a cada una de ellas en ciertos momentos de nuestra vida para compensarnos.

Especialmente duro para los mayores un par de escenas en las que «alegría» sufre al sentirse impotente e irremediablemente te tienes que ver reflejado en ello.

Fuimos a verla los cuatro, nuestros hijos ya tienen 16 y casi 15, edad parecida a la de la protagonista, Riley Andersen, espejo en el que mirarse y comprenderse en más de una de las numerosas y bien llevadas escenas. Ojo a sus padres, para troncharse cuando nos metemos en sus cabezas, con las mismas pero tan diferentes emociones guiando sus cerebros. Buenísimo.

Una película para pensar, y para mejorar, para conocernos y que puede servir de instrucciones en ciertos momentos complicados que todos pasamos a diario en nuestras vidas, en nuestros trabajos y con nuestras familias.

Al salir estuvimos comentando qué peso tiene cada uno de los sentimientos (asociados además a muy acordes colorines) en nuestras únicas personalidades y cómo todos aportan en su justa medida para el fluir comunitario.

Un buen ejercicio el de ponerte porcentaje a cada uno de ellos, yo creo que lo tengo bastante claro, la clave está en conocerte y, de paso, intentar trabajarte.

Entonces, ¿todos son buenos?

Si el poso que ha quedado a mis hijos tras el último capítulo de “Lost” ha sido la frase que da título a esta columna, es que todo ha merecido la pena. Y es que es verdad, en el fondo todos son buenos, como en la vida misma y el día que entendemos eso mejoramos personal, familiar, social y empresarialmente. La vida nos lleva, nos deja actuar, nos permite decidir. Pero el final es el mismo para todos, siempre.

El segundo visionado de la por muchos considerada mejor serie de la televisión ha superado con creces la primera, cuando teníamos bebés en lugar de adolescentes. Ellos han cambiado y poder disfrutar de más de cien capítulos juntos será posiblemente recordado en su madurez como algo precioso. Los protagonistas también han cambiado, ya no solo durante las seis temporadas, que también, el paso del tiempo es sosegado en ellos y ver sus fotos actuales tras veinte años, te da un tortazo de realidad tan impactante como necesario.

Y nosotros, los padres de estos chavales que hoy tienen 16 y 15, debemos también haber cambiado radicalmente para llevar años con los recuerdos sobre esta obra maestra atrofiados, pensando que las cuatro primeras temporadas son geniales y las dos finales de relleno. ¿Qué pasaba por nuestras cabezas? La serie gana con cada minuto, con cada pieza encajada, con cada personaje. Qué absoluta maravilla es formar parte de este universo que dudo jamás sea superado a nivel de guion. Y qué actores, cómo evolucionan al compás de la serie, acabando por tener una propia fuerza de gravedad cada uno que tira para las esquinas de la pantalla, equilibrando una historia única, pero a la vez universal.

El propósito vital como leitmotiv de la trama, las cargas que cada uno arrastra, los quiero y no puedo, los mil “que pudo haber sido”, los complejos y las ambiciones, las cuentas pendientes, las ilusiones y las decepciones. Todo ello tejido de una forma tan brillante que cala hasta los huesos. Todos son buenos, todos son protagonistas principales, todos somos ellos, ellos son nosotros, nos vemos reflejados en cada acción, en cada decisión, en sus bondades y maldades.

Poco importa el humo negro, la iniciativa Dharma, el accidente de avión, la isla o el purgatorio… la escena final me ha puesto un nudo en la garganta y lagrimones tamaño XL. Un ojo abriéndose, o cerrándose según se mire, una mirada en paz y un hasta pronto, Jack.
Si no has visto esta serie, no puedes dejar de hacerlo, y si la has visto hace unos años, vuelve a hacerlo y disfruta otra vez de cómo tú mismo te sientes “encontrado”, o al menos así me he sentido yo con esta deliciosa revisión.
O quizá podamos llamarlo, iluminación.

Porque la luz que tenemos dentro es gran culpable de que todo encaje.

Dejar el mundo atrás

Lo bueno de tener hijos mayores es que comienzas a disfrutar con ellos ciertos aspectos de la vida que hasta hace poco sólo compartías con amigos, en una especie de ensayo general de lo que será tu relación con la prole dentro de unos años. Todo evoluciona, con 15 y 14 años, los viajes, las conversaciones y el tiempo de ocio en común se van deslizando irremediablemente a verlos a ellos crecer y a ti menguar, con toda la magia que esto trae de la mano.

El otro día, tras la cena y como cada noche, nos sentamos los cuatro en el sofá, para elegir qué veíamos y claro, la cara de Julia Roberts con un cartel de “Novedad” en Netflix pegado en rojo hizo que los padres decidiéramos (creo que la única vez en los últimos siete meses) y le dimos al play.

La peli se llama “Leave the world behind”, hace ya mucho tiempo que vemos todo en versión original, incluso las creaciones japonesas a las que estoy dando especial importancia últimamente, gracias a la bendita maravilla que supone poner subtítulos perfectamente sincronizados (qué malos recuerdos de hace no mucho cuando tenías que hacer encaje de bolillos para no volverte loco, ¿recuerdas?) y junto a la “novia de América” actúan magistralmente Ethan Hawke y Kevin Bacon (los que conocía) y otro buen montón de actores que es la primera vez que veo pero no será la última, si siguen bordando así los papeles.

La trama es sencilla, recurrente y cautivadora (alerta que van spoilers: si quieres verla deja de leer y vuelve en unos días): el manido fin del mundo, pero esta vez creo que me llegó especialmente dentro por muchos motivos, como argumentaba por Twitter con alguien (sigo negándome a llamarlo X): haber reflejado una sociedad egoísta al extremo, inútil sin tecnología y expuesta más que nunca a una posible guerra mundial informática. La película tiene algunos momentos realmente buenos como la grandiosa escena del porche en la que tres padres luchan, cada uno de ellos con su propia arma, para defender a sus familias del colapso que está asomando las orejas al cruzar la calle y que se activará, según dice el protagonista en ese mismo plano, con tres fases consecutivas para la consecución del objetivo: aislamiento, caos sincronizado y golpe de estado a través de una guerra civil. Si las dos primeras se provocan bien, la tercera funcionará ella sola, como una consecuencia.
Se trata de un buen análisis de todo aquello que disfrutamos sin valorar, del coste de oportunidad de muchos de nuestros lujos o del desequilibrio mental y social en el que nos estamos instalando y aceptamos a cambio de la tranquilidad y ceguera que pagamos como precio.

Ojalá no sea un precio demasiado alto para nuestros hijos y nuestros nietos.

Oppenheimer contra Nolan

Se hace raro salir del cine de ver una película de Nolan sintiendo que no has visto una película de Nolan. Eso sí, el efecto dura poco, el poso va cayendo y conforme se decanta y tu cabeza encaja el puzle que el magistral director ha preparado para ti, su figura emerge entre las escenas, la fotografía y la banda sonora, endulzando ese inicial y raro sabor de boca.

Es Oppenheimer una película diferente, una “biopic” que dibuja la vida de un personaje desde un punto de vista cinematográfico complejo. Diferente para ser de Nolan, claro, otra muestra de que su estilo es heterogéneo extremo. Coge Interstellar, la trilogía de Batman, Dunkerque o Memento y dime qué hay en común en ellas. Hay que rascar mucho para encontrarlo. Por eso nos gusta tanto este tío. Por eso de nuevo nos sorprende con esta joya que tiene más de sentimientos que de efectos especiales, más de luchas internas que de bombas atómicas, dibujando en esta ocasión dos líneas paralelas que no se tocan nunca y que en la pantalla están trazando los políticos por un lado y los científicos por otro, con “Oppie” en medio haciendo de las suyas: una vida personal compleja y una cabeza atormentada desde la primera escena, como buen visionario (para mal) de lo que su talento le ha obligado a descubrir. Esa constante pelea interior entre el éxtasis por los resultados obtenidos tras años de investigación y las consecuencias imprevisibles y fuera del alcance de los que las han hecho posibles, sacrificando prácticamente todo en el camino.

Salgo del cine pensando en las profundas motivaciones de Nolan para haber elegido este tema y haber titulado precisamente con ese brutal nombre su nueva película. Daría mi reino por poder preguntarle cara a cara, por poder entender qué necesidad había para poner una barrera nominal de semejante empaque delante del suyo propio. ¿Elegancia, generosidad, altruismo, filantropía, desinterés? Me extraña y me encantaría divagar con Christopher sobre ello, pues ya en Tenet se nombra a Oppenheimer y nunca este director da puntada sin hilo, pareciendo claro que existe un mensaje final con sorpresa a elección del espectador del estilo Origen.

Tres horas de película que pasan volando, la ejecución magistral de la historia en sus tres espacios temporales, en sus tres situaciones a la vez paralelas que te mantienen pegado al sillón del cine como hipnotizado a modo de paradoja cuántica comprimiendo el tiempo. Algo de culpa tienen aquí los soberbios actores que cargan sobre sus hombros la épica de cada instante, de cada escena, de cada conversación con cada delicioso gesto.

Salgo del cine cogiendo aire y con el miedo constante a una incontrolable reacción en cadena.

Habrá que recoger las sábanas.